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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

embargo, se calló lo del sueño y dijo al maestro que nunca había probado a hacer tal suerte<br />

de trabajos.<br />

—Bien. En ese caso harás algún diseño. Allí tienes una mesa y papel y carboncillos. Siéntate<br />

a ella y ponte a dibujar; tómate todo el tiempo que quieras, puedes estar hasta mediodía o<br />

incluso hasta el atardecer. Tal vez de este modo acierte yo a descubrir tus aptitudes. En fin:<br />

ya hemos hablado bastante. Vuelvo a mi trabajo; ponte tú al tuyo.<br />

Estaba ahora <strong>Goldmundo</strong> sentado a la mesa de dibujo en el taburete que Nicolao le había<br />

indicado. Como no había prisa, permaneció un rato inmóvil y sin hacer nada, como un<br />

alumno amedrentado, clavando, curioso y amoroso, la mirada en el maestro que, medio<br />

vuelto de espalda, proseguía trabajando en una pequeña figura de arcilla. Contemplaba con<br />

atención a aquel hombre en cuya severa cabeza, ya un poco entrecana, y en cuyas<br />

endurecidas pero nobles y expresivas manos de artesano, moraban tan admirables poderes<br />

mágicos. Era, en su apariencia, muy distinto de como <strong>Goldmundo</strong> se lo había figurado: más<br />

viejo, más modesto, más vulgar, mucho menos brillante y atrayente y absolutamente nada<br />

feliz. La implacable penetración de su inquiridora mirada dirigíase ahora a su trabajo y<br />

<strong>Goldmundo</strong>, libre de ella, lo observaba detenidamente. Este hombre, pensaba, también<br />

pudiera ser un erudito, un investigador sereno y severo consagrado a una obra iniciada por<br />

larga serie de predecesores y que un día debería entregar a sus continuadores una obra<br />

ardua, dilatada, nunca concluida, en la que se reunieran la labor y la dedicación de muchas<br />

generaciones. Tal era, al menos, lo que el contemplador descubría en la cabeza del<br />

maestro; aparecía en ella reflejada mucha paciencia, mucho estudio y meditación, mucha<br />

humildad y conocimiento del dudoso valor de todo quehacer humano, pero también una fe<br />

en su propósito. Pero otro era el lenguaje de sus manos; entre ellas y la cabeza existía una<br />

contradicción. Aquellas manos agarraban con dedos recios y, a la vez, delicados la arcilla a<br />

que daban forma; trataban a la arcilla como las manos de un amador a la amante rendida:<br />

enamoradas, llenas de tierna y trémula emoción, ávidas, pero sin distinguir entre el tomar y<br />

el dar, a un tiempo lascivas y piadosas, y con una seguridad y maestría que parecía<br />

producto de antigua y profunda experiencia. Entusiasmado y admirado, contemplaba<br />

<strong>Goldmundo</strong> aquellas manos inspiradas. De muy buen grado hubiese dibujado al maestro si<br />

no fuese por aquella contradicción entre la cara y las manos que lo desconcertaba.<br />

Después de haber estado contemplando así una hora larga a aquel artista absorbido en su<br />

tarea, con el pensamiento ocupado en indagar el misterio de aquel hombre, otra imagen<br />

comenzó a tomar cuerpo en su interior y a hacerse visible a los ojos de su alma, la imagen<br />

del hombre que mejor conocía y al que había amado mucho y admirado profundamente; y<br />

esa imagen era enteriza y sin contradicción, aunque también presentaba muy diversos<br />

rasgos y recordaba muchas pugnas. Era la imagen de su amigo <strong>Narciso</strong>. Cada vez se<br />

condensaba más en una unidad y totalidad, cada vez aparecía más clara en su imagen la ley<br />

interior de aquel hombre amado; la noble cabeza configurada por el espíritu, la boca,<br />

hermosa y contenida, y los ojos, un tanto tristes, tensos y ennoblecidos por el servicio del<br />

espíritu; los flacos hombros, el largo cuello, las manos delicadas y distinguidas, vivificados<br />

por la lucha espiritual. Nunca desde entonces, desde la despedida del convento, había visto<br />

al amigo con tanta claridad, había tenido de él una imagen tan cabal.<br />

Como en sueños, sin voluntad y, sin embargo, de buen grado y respondiendo a un<br />

invencible impulso, empezó <strong>Goldmundo</strong> a dibujar con extremado esmero; delineaba,<br />

devotamente, con dedos amorosos, la imagen que moraba en su corazón y se olvidó del<br />

maestro, de sí mismo y del lugar donde se hallaba. No advirtió que la luz que entraba en la<br />

estancia se movía lentamente, no advirtió que el maestro le miró varias veces. Cumplía,<br />

como un sacrificio, el objetivo que le había sido propuesto, el que le había señalado su<br />

corazón: exaltar la imagen del amigo y conservarla tal como vivía ahora en su alma.<br />

Aunque sin inquietarse por ello, sentía su quehacer como el pago de una deuda, como<br />

expresión de un agradecimiento.<br />

Nicolao se acercó a la mesa de dibujo y dijo:<br />

—Ya es mediodía; yo me voy a almorzar y puedes acompañarme. Veamos... ¿has dibujado<br />

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