Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
—Pierdes el tiempo; aquí no hay nada que robar.<br />
Asustado, el ladrón le echó las manos al cuello. Y como <strong>Goldmundo</strong> se defendía y<br />
forcejeaba, el otro apretaba cada vez más al tiempo que le tenía puesta la rodilla sobre el<br />
pecho. Notando que se ahogaba, <strong>Goldmundo</strong> hacía fuerza y daba sacudidas con todo el<br />
cuerpo; y al no conseguir desembarazarse, lo penetró de golpe la angustia de la muerte, y<br />
le aguzó el ingenio y le clareó la mente. Metió la mano en el bolsillo y, mientras el otro<br />
seguía agarrotándolo, sacó el pequeño cuchillo de monte y empezó, de pronto, a apuñalar a<br />
ciegas a su adversario. Pocos instantes después las manos de Víctor se aflojaban, volvía el<br />
aire y <strong>Goldmundo</strong> paladeaba con fruición, respirando honda y afanosamente, su vida recién<br />
salvada. Intentó ponerse de pie, y entonces el camarada se desplomó, blando y flojo, sobre<br />
él, dando gemidos, y su sangre corrió por el rostro de <strong>Goldmundo</strong>. Sólo ahora pudo<br />
levantarse. Al grisáceo fulgor de la noche vio al grandullón que yacía inmóvil; y al tocarle,<br />
su mano se llenó de sangre. Le alzó la cabeza, que cayó pesada y floja como un talego. De<br />
su pecho y su cuello seguía manando la sangre y de su boca fluía la vida en suspiros<br />
desvariados, cada vez más débiles.<br />
—He dado muerte a un hombre —pensaba y repensaba sin cesar, al tiempo que, arrodillado<br />
sobre el moribundo, veía cómo la palidez se iba extendiendo por la cara—. He matado,<br />
Santa Madre de Dios —se oyó decir a sí mismo.<br />
Súbitamente, se le hizo insoportable seguir en aquel lugar. Recogió el cuchillo, lo enjugó en<br />
el chaleco de lana que el otro tenía puesto y que las manos de Lidia habían tejido para su<br />
amado; y luego de meter el arma en su vaina de madera y restituirla al bolsillo, se enderezó<br />
de golpe y huyó de allí en desalada carrera.<br />
Pesábale en el alma la muerte del jovial goliardo; cuando fue de día, se lavó con nieve,<br />
entre estremecimientos, la sangre que le manchaba y que él había derramado, y vagó,sin<br />
rumbo y acongojado un día y una noche más. Fueron las penurias del cuerpo lo que,<br />
finalmente, le hizo volver de su ensimismamiento y puso un término a su angustioso<br />
arrepentimiento.<br />
Extraviado en aquella comarca desierta y nevada, sin techo, sin camino, sin comer y casi sin<br />
dormir, vino a verse en apurado trance; el hambre aullaba como una fiera dentro de su<br />
cuerpo, varias veces se tendió exhausto en medio de los campos, cerró los ojos y se<br />
consideró irremisiblemente perdido, no deseando otra cosa sino dormirse y morir en la<br />
nieve. Pero siempre se veía impulsado a levantarse, corría, desesperado y ansioso para<br />
salvar la vida, y, en medio de aquella dura situación, le confortaban y estimulaban la fuerza<br />
y el ímpetu furiosos del no querer morir, el brío prodigioso del puro impulso vital. En el<br />
nevado enebral cogió con manos amoratadas por el frío las pequeñas bayas secas y mascó<br />
aquella sustancia quebradiza y amarga mezclada con pinocha: tenía un sabor áspero,<br />
excitante; y para calmar la sed, devoró a puñados la nieve. Sofocado, echando el aliento a<br />
las manos ateridas, sentóse en una loma y se tomó un breve descanso; oteaba con avidez<br />
en todas direcciones, no se veía más que prados y selva, en parte alguna rastro de<br />
hombres. Volaban sobre su cabeza algunos cuervos y él seguía su vuelo con mirada<br />
sombría. No, no le comerían mientras le quedase un resto de vigor en las piernas, una<br />
chispa de calor en la sangre. Se levantó y reanudó su implacable carrera en porfía con la<br />
muerte. Corría y corría, y, en la fiebre del agotamiento y del esfuerzo supremo,<br />
adueñáronse de él extraños pensamientos y sostuvo disparatados soliloquios, ora<br />
imperceptibles ora en voz alta. Hablaba con Víctor, el apuñalado, hablaba con él en tono<br />
áspero y sarcástico:<br />
—Y bien, buena pieza, ¿cómo te va? ¿Te baña ya las tripas la luz de la luna, los zorros te<br />
tiran de las orejas? Pretendes haber matado a un lobo. ¿Y cómo fue?, ¿mordiéndole el<br />
gañote o arrancándole la cola? ¡Querías robarme el ducado, viejo garduño! Pero el pequeño<br />
Goldmundillo te ha dado una sorpresa, ¿verdad, viejo?, te hizo cosquillas en el costado. ¡Y<br />
aún tenías las faltriqueras llenas de pan y chorizos y quesos, cerdo, tragaldabas!<br />
Tales burlas escupía y ladraba a solas, insultaba al muerto, triunfaba de él, se reía de él por<br />
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