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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

demanda estaba más que justificada. En la mirada ausente de <strong>Goldmundo</strong> advenía aquel<br />

ensimismamiento y aquella inmovilidad que ahora bien conocía, aquella inclinación a lo<br />

espantoso, aquella terrible curiosidad. Mas no consiguió retener a su amigo. Y <strong>Goldmundo</strong><br />

se encaminó solo a la ciudad.<br />

Traspuso la puerta desguarnecida, y al tiempo que oía resonar sus propios pasos sobre el<br />

empedrado, surgían en su memoria muchas villas y muchas puertas de murallas por las<br />

que, como ahora, había marchado, y recordó que, en aquellas ocasiones, lo habían recibido<br />

gritos infantiles, juegos de mozalbetes, riñas de mujeres, el batir del martillo del herrero<br />

sobre el yunque sonoro, el estrépito de los carruajes y otros muchos sonidos, ruidos leves o<br />

recios cuya confusión, entretejida como una red, pregonaba la multiplicidad de los trabajos,<br />

las alegrías, los negocios y la vida social del hombre. En cambio aquí, en esta puerta vacía y<br />

en estas calles desiertas, no se percibía ningún sonido, ninguna risa, ningún grito; todo se<br />

hallaba paralizado en silencio de muerte, en medio del cual la parlera melodía de una fuente<br />

sonaba demasiado alta y casi estruendosa. En una ventana abierta vio a un panadero<br />

rodeado de hogazas y bollos; señaló hacia uno de los bollos, y el panadero se lo alargó con<br />

precaución en la pala, esperó a que pusiera en ella el dinero y luego cerró su ventanilla<br />

enfurruñado aunque sin alboroto cuando vio que el forastero daba un bocado al bollo y se<br />

largaba sin pagar. Ante las ventanas de una hermosa casa aparecían sendas filas de<br />

macetas en las que un tiempo habían lucido flores; ahora colgaban hojas secas de los<br />

cacharros vacíos. De otra casa salían sollozos y lastimeras voces infantiles. Pero en la calle<br />

inmediata, en una alta ventana estaba una linda muchacha peinándose. Se paró a<br />

contemplarla y ella, al reparar en su mirada, dirigió los ojos hacia abajo; lo miró<br />

sonrojándose; y al sonreírle él amablemente una sonrisa pasó también, lenta y débil, por su<br />

rostro ruborizado.<br />

—¿Terminará pronto el peinado? —le gritó. Ella, sonriendo, sacó el claro rostro fuera de la<br />

cueva de la ventana—. ¿Aún no estás enferma? —le preguntó luego—. La joven movió<br />

negativamente la cabeza.— En ese caso —agregó— abandona conmigo esta ciudad de<br />

muertos. Iremos a los bosques y lo pasaremos muy bien.<br />

Los ojos de ella cobraron una expresión interrogante.<br />

—No lo pienses tanto, te lo digo en serio —profirió <strong>Goldmundo</strong>—. ¿Vives con tus padres o<br />

sirves en casa extraña?... Ah, con extraños. Entonces, ven, chiquilla; deja que los viejos se<br />

mueran, somos jóvenes y sanos, y tenemos derecho a un poco de solaz. Ven, trigueñita, te<br />

lo digo de veras.<br />

Ella lo miraba inquiridora, irresoluta, asombrada. Y él se alejó lentamente, vagó sin rumbo<br />

por una calle vacía y por otra más, y retornó con pausado andar. La muchacha seguía en la<br />

ventana, apoyada en el alféizar, y se alegró de que volviera. Hízole una seña con la mano;<br />

el joven, lentamente, se alejaba; salió sin demora en pos de él y logró darle alcance antes<br />

de llegar a la puerta de la ciudad; llevaba un pequeño lío en la mano y un pañuelo rojo<br />

atado a la cabeza.<br />

—¿Cómo te llamas? —le preguntó <strong>Goldmundo</strong>.<br />

—Lena. Me voy contigo. ¡Si supieras lo horrible que es esto! Todos se mueren. Huyamos,<br />

huyamos.<br />

Cerca de la puerta hallábase Roberto agachado en el suelo y de muy mal humor. Al ver<br />

llegar a su camarada, se enderezó de golpe; y cuando vio a la joven sus ojos se dilataron<br />

bruscamente. Esta vez no se plegó en seguida; se quejó y protestó. El sacar a una persona<br />

de aquel maldito pozo de pestilencia, y querer obligarle a él a sufrir su compañía, era más<br />

que un desatino, era tentar a Dios; se negaba en redondo, tomaría el portante, su paciencia<br />

había llegado al límite.<br />

<strong>Goldmundo</strong> lo dejó quejarse y renegar hasta que se calmó.<br />

—Bueno —le dijo entonces—. Ya nos has dado bastante la murga. Ahora te vendrás con<br />

nosotros y te alegrarás de tener tan grata compañía. Se llama Lena. Y ahora voy a<br />

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