Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
de ver un día a aquel rostro sereno, hermoso e impasible, desencajarse y abrirse, ya por<br />
obra de la voluptuosidad o del dolor, y entregar su secreto.<br />
Había además otro rostro que, aunque moraba en su alma, no le pertenecía<br />
completamente, que con ardor ansiaba apresar y, como artista, representar, pero que<br />
siempre se le escapaba y escondía. Era el rostro de la madre. No era este rostro ya, desde<br />
hacía tiempo, el mismo que un día se le reapareciera, surgiendo de perdidos abismos del<br />
recuerdo, tras las conversaciones con <strong>Narciso</strong>. A través de los días de caminata, de las<br />
noches de amor, de las temporadas de nostalgia y de aquellas otras en que su vida estaba<br />
amenazada y la muerte próxima, el rostro de la madre se había ido transformando y<br />
enriqueciendo lentamente, se había ido haciendo más profundo y más vario; no era ya la<br />
imagen de su propia madre sino que, con sus rasgos y colores, se había ido formando, poco<br />
a poco, una imagen de madre que no era ya individual, la imagen de una Eva, de una<br />
madre de la humanidad. Así como el maestro Nicolao había representado en algunas de sus<br />
Vírgenes la figura de la Mater Dolorosa con una perfección y una fuerza de expresión que<br />
<strong>Goldmundo</strong> estimaba insuperables, así también esperaba él labrar un día, cuando estuviera<br />
más maduro en el oficio y más seguro de su capacidad, la imagen de la madre terrenal, de<br />
la madre Eva, según en su corazón apare-<br />
cía, como el más antiguo y amado de los objetos de adoración. Pero esa imagen interior,<br />
que un tiempo no fuera sino imagen recordatoria de su propia madre y de su amor por ella,<br />
estaba en permanente mutación y desarrollo. Los rasgos de la gitana Elisa, de Lidia, la hija<br />
del caballero, y de otras caras femeninas habían sido acogidos en aquella imagen primera, y<br />
no solamente las caras de las mujeres amadas habían modificado la imagen sino que<br />
también toda emoción, toda experiencia y toda vivencia habían contribuido a configurarla y<br />
le habían dado ciertos rasgos. Pues esta figura, si más adelante llegaba a hacerla tangible,<br />
no debía ya representar a una mujer determinada sino la vida misma como madre<br />
primigenia. A menudo creía verla, y a veces se le aparecía en sueños. Pero sobre aquel<br />
rostro de Eva y sobre lo que quería expresar sólo hubiese podido decir que reflejaba el<br />
placer de vivir en su íntimo parentesco con el dolor y la muerte. En el curso de un año,<br />
<strong>Narciso</strong> había aprendido muchas cosas. En el dibujo había alcanzado rápidamente una gran<br />
seguridad, y, al lado de la talla en madera, el maestro Nicolao le hacía también que<br />
probara, de cuando en cuando, a modelar con arcilla. Su primera obra lograda fue una<br />
escultura en arcilla de unos dos palmos de alto; era la imagen dulce y seductora de la<br />
pequeña Julia, la hermana de Lidia. El maestro alabó el trabajo pero no accedió ai deseo de<br />
<strong>Goldmundo</strong> de hacerla vaciar en metal; parecíale la estatuilla demasiado impúdica y<br />
mundanal para ser su padrino. Luego empezó a tallar en madera la figura de <strong>Narciso</strong> bajo el<br />
aspecto de San Juan joven, pues Nicolao quería incluirla, si le salía bien, en una Crucifixión<br />
que le habían encargado y en la que trabajaban desde hacía tiempo los dos ayudantes para<br />
que luego el maestro le diera los últimos toques.<br />
<strong>Goldmundo</strong> trabajaba en la figura de <strong>Narciso</strong> con profundo amor; en aquel trabajo volvía a<br />
encontrarse a sí mismo y su talento artístico y su alma cuantas veces se salía de los<br />
carriles, lo que no era raro, pues los amoríos, bailes, francachelas con camaradas, juegos de<br />
dados y, a menudo, también las peleas, a tal extremo lo arrebataban, que por uno o dos<br />
días no aparecía por el taller o bien se sentía turbado y desganado en la labor. Empero en<br />
su San Juan joven, cuya figura amada y pensativa iba surgiendo de la madera cada vez más<br />
nítida, sólo trabajaba en los momentos que se hallaba bien dispuesto, con dedicación y<br />
humildad. En esos momentos, no estaba ni alegre ni triste, ignoraba tanto el goce de la vida<br />
como su caducidad; volvíale al corazón aquel sentimiento reverente, claro y pulcramente<br />
afinado con que antaño se había entregado al amigo y aceptado gozoso su dirección. No era<br />
él quien allí estaba creando por propia voluntad aquella efigie, sino más bien el otro,<br />
<strong>Narciso</strong>, que se valía de sus manos de artista para salvarse de la caducidad y variabilidad de<br />
la vida y elaborar la imagen pura de su ser.<br />
De este modo —sentía a veces <strong>Goldmundo</strong> estremeciéndose— nacieron las auténticas obras<br />
de arte. Así había nacido la inolvidable Virgen del maestro que varios domingos había ido a<br />
ver de nuevo al convento.<br />
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