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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

paralizados. ¡Qué calma había en esta cabaña encantada! ¡Qué olor singular y terrible! ¡Qué<br />

espectral y triste era esta pequeña morada humana en la que aún quedaba un rescoldo en<br />

el hogar; qué poblada de cadáveres; qué llena y transida de muerte! A aquellas figuras<br />

inmóviles no tardaría en caérseles la carne de las mejillas y las ratas les comerían los<br />

dedos. Lo que otros cumplían en el ataúd y el sepulcro, en un seguro escondrijo, sin ser<br />

vistos, lo último y más miserable, la desintegración y la corrupción, realizábanlo estos cinco<br />

en sus aposentos, a la luz del día, a puertas abiertas, despreocupados, sin sentir vergüenza,<br />

sin protección. <strong>Goldmundo</strong> había ya visto varios muertos, pero jamás había encontrado una<br />

estampa como ésta del implacable trabajo de la muerte. Y la grabó hondamente en sus<br />

adentros.<br />

Finalmente, prestó atención a los gritos que Roberto daba desde la puerta, y salió. El<br />

compañero le miró amedrentado.<br />

—¿Qué viste? —preguntó con voz apagada y temerosa—. ¿No hay nadie en la casa? ¡Ah,<br />

qué ojos traes! ¡Habla!<br />

<strong>Goldmundo</strong> le miró de hito, fríamente.<br />

—Entra y observa qué casa de labranza mas chocante. Después ordeñaremos la hermosa<br />

vaca que allá pace. ¡Adelante!<br />

Roberto entró vacilante en la cabana, se encaminó al lugar, descubrió a la anciana sentada<br />

y, al advertir que estaba muerta, dio un grito. Retrocedió de prisa con los ojos dilatados.<br />

—¡Por Dios bendito! Junto al hogar hay una mujer muerta. ¿Qué es esto? ¿Por qué está<br />

sola? ¿Por qué no la entierran? ¡Oh Señor, y qué fetidez!<br />

<strong>Goldmundo</strong> se sonreía.<br />

—No hay duda que eres un hombre de arrestos, Roberto. Pero diste la vuelta demasiado<br />

pronto. Ciertamente que una anciana muerta y sentada de ese modo es un espectáculo<br />

singular; pero, si avanzas unos pasos, verás algo mucho más singular. Hay cinco, Roberto.<br />

Tres en las camas y un rapazuelo tendido sobre el umbral. Todos están muertos. Murió toda<br />

la familia y la casa se halla desierta. Por eso mismo está la vaca sin ordeñar.<br />

El otro le miraba aterrado; y luego, con voz entrecortada, gritó de repente:<br />

—Ah, ahora me explico también por qué ayer los campesinos no nos dejaron entrar en su<br />

aldea. Oh Dios, ahora lo comprendo todo. ¡Es la peste! ¡Es la peste, así Dios me salve,<br />

<strong>Goldmundo</strong>! ¡Y tú has permanecido un largo rato dentro de la casa y, a lo mejor, hasta<br />

tocaste a los cadáveres! Apártate, no te acerques, de seguro que estás contaminado. Lo<br />

lamento, <strong>Goldmundo</strong>, pero tengo que irme, no puedo continuar a tu lado.<br />

Quiso partir en seguida. <strong>Goldmundo</strong> lo sujetó por el hábito; mirábalo severo, con mudo<br />

reproche, y lo retenía firmemente mientras él pugnaba por soltarse.<br />

—Jovenzuelo —le dijo en tono amablemente irónico—, eres más sagaz de lo que pudiera<br />

pensarse, y probablemente tienes razón. Pero eso lo pondremos en claro en el próximo<br />

casal o aldea. Es muy posible que ande la peste por esta comarca. Vamos a ver si de ésta<br />

logramos también salvarnos. Pero lo que es dejarte ir, pequeño Roberto, eso no lo haré.<br />

Escucha: yo soy un hombre compasivo, tengo el corazón muy blando; y cuando pienso que<br />

pudieras haberte contagiado allá dentro, y que te dejo ir, y que luego te tiendes en medio<br />

de los campos para morir, solo, sin que haya nadie que te cierre los ojos y te abra una fosa<br />

y eche sobre ti un poco de tierra... ah, no, amigo mío; entonces, siento una angustia que<br />

me ahoga el corazón.<br />

Así, pues, atiende y fíjate bien en lo que te voy a decir porque no lo repetiré: Los dos nos<br />

encontramos ante el mismo peligro, que tanto puede alcanzarte a tí como a mí. Por<br />

consiguiente, debemos continuar juntos, y o bien sucumbimos ambos o nos escapamos<br />

ambos de esta condenada peste. Si te enfermas y mueres, yo te enterraré, naturalmente. Y<br />

si es a mí a quien toca morir, harás como te parezca, me entierras o te largas, tanto me da.<br />

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