Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
pronunciarás ni escucharás las santas palabras como se pronuncian y escuchan las palabras<br />
de los hombres. Cuantas veces te sorprendas recitando las palabras mecánicamente, cosa<br />
que acontecerá con más frecuencia de lo que te figuras, te acordarás de este momento y de<br />
mi advertencia y empezarás de nuevo, diciendo las palabras y metiéndotelas en el corazón<br />
tal como yo te voy a indicar.<br />
Ya fuese por una venturosa coincidencia o porque el conocimiento de las almas que el abad<br />
poseía llegaba muy lejos, lo cierto es que con aquella confesión y penitencia principió para<br />
<strong>Goldmundo</strong> un período de plenitud y de paz que le deparó profunda dicha. En medio de su<br />
trabajo, rico en tensiones, cuidados y satisfacciones, encontrábase cada mañana y cada<br />
noche (gracias a aquellos ejercicios espirituales que, aunque sencillos, realizaba de manera<br />
concienzuda) libre de las excitaciones del día, y sentía todo su ser referido a un orden<br />
superior que le salvaba de la peligrosa soledad del creador y le hacía formar parte de un<br />
reino divino. Si la lucha por su obra debía sostenerla solo y dedicar a ella toda la pasión de<br />
sus sentidos y de su alma, los instantes de oración lo volvían a llevar una y otra vez a la<br />
inocencia. Mientras que en el trabajo se encendía muchas veces de furor o de impaciencia o<br />
se arrobaba hasta la voluptuosidad, se sumergía en los ejercicios espirituales como en una<br />
agua honda y fría que le limpiaba tanto del orgullo de la exaltación como del de la<br />
desesperación.<br />
Mas no siempre acontecía así. A veces, llegada la noche, y tras varias horas de apasionada<br />
labor, no lograba reposo y recogimiento, y hasta llegaba a olvidar los ejercicios, y, en<br />
algunos casos, cuando se esforzaba por concentrar su atención, le acosaba y atormentaba<br />
la idea de que, al fin y a la postre, el rezar no era sino un esfuerzo pueril por alcanzar a un<br />
Dios que o bien no existía en absoluto o no podía darle ayuda. Y expuso sus desazones al<br />
amigo.<br />
—Continúa —le dijo <strong>Narciso</strong>—. Lo has prometido y debes cumplir tu promesa. No tienes por<br />
qué pararte a reflexionar sobre si Dios oye nuestras oraciones o si incluso existe el Dios que<br />
tú puedes imaginarte. Tampoco tienes por qué pensar en si tus esfuerzos serán pueriles. En<br />
comparación con aquel a quien se dirigen nuestras preces, todo lo que hacemos es pueril.<br />
Debes reprimir esos descabellados pensamientos de párvulo durante el ejercicio. Debes<br />
recitar tu padrenuestro y tu himno mariano y fijar bien la atención en sus palabras y<br />
llenarte de ellas el alma, del mismo modo que cuando cantas o tocas el laúd, no te entregas<br />
a profundos pensamientos o especulaciones sino que tratas de lograr que todas las notas y<br />
las posturas de los dedos tengan la máxima pureza y perfección posibles. Cuando uno<br />
canta, no piensa en si el cantar tendrá alguna utilidad, sino que, sencillamente, canta. De la<br />
misma manera debes rezar.<br />
Y volvió a conseguirlo. Volvió a apagarse su yo tenso y anheloso en la vasta esfera del<br />
orden, y aquellas palabras venerandas volvieron a pasar por encima y a través de él, como<br />
estrellas.<br />
El abad vio, con gran contentamiento, que <strong>Goldmundo</strong>, terminado su período de penitencia<br />
y luego de haber recibido el sacramento, proseguía, durante semanas y meses, los diarios<br />
ejercicios.<br />
Y entretanto su obra avanzaba. Del macizo caracol de la escalera prorrumpía un pequeño<br />
mundo de formas, de plantas, animales y hombres, en medio de los cuales aparecía un<br />
padre Noé entre pámpanos y racimos, magnífico libro de imágenes y glorificación de la<br />
creación y de su hermosura, que, aunque se desplegaba libremente, respondía a un secreto<br />
orden y disciplina. En aquellos meses nadie vio la obra, fuera de Erico, que trabajaba como<br />
ayudante y no tenía otra ambición que la de llegar a ser un artista. Algunos días ni siquiera<br />
el mismo Erico podía entrar en el taller. Otros, en cambio, <strong>Goldmundo</strong> mostraba gran<br />
interés por él, le enseñaba y le hacía practicar, complacido de tener un discípulo devoto. En<br />
cuanto diera afortunado término a la obra, proponíase pedirle autorización al padre para<br />
retenerlo a su lado y enseñarle, como oficial permanente.<br />
En las figuras de los evangelistas trabajaba los días en que se encontraba mejor, cuando en<br />
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