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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

Vino la misma criada vieja que lo había recibido la primera vez que entrara en aquella casa.<br />

No estaba más fea aunque sí más vieja y desabrida, y no lo reconoció. Con voz temerosa,<br />

preguntóle él por el maestro. Ella lo miró con aire estúpido y desconfiado.<br />

—¿El maestro? Aquí no vive ningún maestro. Seguid vuestro camino. En esta casa no se<br />

admite a nadie.<br />

Iba a darle con la puerta en las narices cuando él la agarró por un brazo y le gritó:<br />

—¿Qué pasa, Margarita, por el amor de Dios? Soy <strong>Goldmundo</strong>. ¿No me reconoces? Quiero<br />

ver al maestro Nicolao.<br />

En aquellos ojos présbitas, medio apagados, no brilló la menor bienvenida.<br />

—Aquí ya no hay ningún maestro Nicolao —dijo rechazándolo—; murió. Marchaos; no puedo<br />

entretenerme en pláticas.<br />

Al tiempo que todo se derrumbaba en su interior, empujó a un lado a la vieja, que se puso a<br />

dar gritos, y avanzó veloz por el oscuro pasillo en dirección al taller. Estaba cerrado.<br />

Seguido de la vieja, que protestaba y renegaba, subió la escalera; a la luz del crepúsculo<br />

vio, en aquella estancia conocida, las esculturas que había coleccionado el maestro Nicolao.<br />

Entonces llamó a voces a la joven Isabel.<br />

Abrióse la puerta de la alcoba y apareció Isabel; y apenas la hubo reconocido, al mirarla por<br />

segunda vez, se le encogió el corazón. Si, desde él momento que había notado, con alarma,<br />

que la puerta estaba cerrada, todo en aquella casa era espectral, de encanto y como de<br />

pesadilla, ahora, al ver a Isabel, sintió un escalofrío en la espalda. La hermosa y altiva<br />

Isabel se había convertido en una muchacha amilanada y encorvada, de rostro amarillo y<br />

enfermizo, mirada insegura y temerosa actitud, que vestía un traje negro sin adornos.<br />

—Perdonad —dijo él—. Margarita no quería dejarme entrar. ¿No me reconocéis? Soy<br />

<strong>Goldmundo</strong>. Ah, decidme, ¿es cierto que murió vuestro padre?<br />

Descubrió en su mirada que ahora lo reconocía y descubrió también, inmediatamente, que<br />

allí no guardaban buen recuerdo de él.<br />

—Ah, ¿sois <strong>Goldmundo</strong>? —profirió ella; su voz dejaba aún traslucir algo de su anterior<br />

altivez—. Os habéis molestado en balde. Mi padre ha fallecido.<br />

—¿Y el taller? —se dejó decir.<br />

—¿El taller? Cerrado. Si buscáis trabajo debéis ir a otra parte.<br />

<strong>Goldmundo</strong> trató de dominarse.<br />

—Isabel —le dijo amablemente—, yo no busco trabajo; quería tan sólo saludaros, al<br />

maestro y a vos. ¡Me apena tanto lo que acabo de oír! Claramente advierto lo mucho que<br />

habéis sufrido. Si un discípulo agradecido de vuestro padre pudiese haceros algún servicio,<br />

decídmelo, sería para mí una inmensa alegría. ¡Ah, Isabel, se me parte el corazón de veros<br />

así... tan angustiada!<br />

Ella retrocedió hasta la puerta de la alcoba.<br />

—Gracias —dijo balbuciente—. A él ya no podéis prestarle servicio alguno, y a mí tampoco.<br />

Margarita os acompañará a la salida.<br />

Su voz tenía un son destemplado, entre enojado y temeroso. <strong>Goldmundo</strong> notaba que, de no<br />

estar tan deprimida, lo hubiera arrojado con improperios.<br />

Ya estaba abajo, ya había la vieja cerrado de golpe la puerta y echado los cerrojos. Aún oía<br />

el áspero ruido de los dos cerrojos que sonaba para él como el caer de la tapa de un ataúd.<br />

Retornó lentamente al malecón y volvió a sentarse en el acostumbrado lugar, sobre el río.<br />

El sol se había puesto, del agua subía frío, la piedra en que se sentaba estaba también fría.<br />

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