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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

frecuencia junto al hermano portero; se sentía muy bien a su lado. Una y otra vez pedía, y<br />

con maña lograba, que le dejaran montar durante una o dos horas el caballo Careto;<br />

además era muy querido entre los que moraban alrededor del monasterio, especialmente en<br />

casa del molinero con cuyo criado iba, a menudo, a acechar las nutrias, o bien hacía tortas<br />

de fina harina flor que <strong>Goldmundo</strong> distinguía de las otras especies de harina con los ojos<br />

cerrados, sólo por el olor. Aunque pasaba mucho tiempo con <strong>Narciso</strong>, le quedaban todavía<br />

algunas horas para entregarse a sus viejos hábitos y placeres. Los oficios divinos le<br />

resultaban también, en su mayor parte, un placer: gustábale cantar en el coro de los<br />

escolares, gustábale rezar un rosario ante algún altar favorito y escuchar el hermoso y<br />

solemne latín de la misa, y, entre nubes de humo, ver resplandecer el oro de los objetos del<br />

culto y de los ornamentos y contemplar en las columnas las tranquilas y graves imágenes<br />

de los santos, los Evangelistas con sus animales simbólicos y Santiago con sombrero y<br />

zurrón de peregrino.<br />

Sentíase atraído por estas imágenes y se complacía en pensar que aquellas figuras de<br />

piedra y de madera mantenían una misteriosa relación con su persona, tal vez como<br />

inmortales y omniscientes padrinos, protectores y guías de su vida. Asimismo advertía en sí<br />

un amor y un secreto y dulce vínculo con las columnas y capiteles de puertas y ventanas y<br />

con los adornos de los altares, con aquellos astrágalos y molduras tan bellamente labrados,<br />

con aquellas flores y aquellas hojas lozanas que prorrumpían de la piedra de las columnas y<br />

formaban ondulaciones y pliegues expresivos y enternecedores. Aparecíasele como un<br />

misterio maravilloso y profundo el que al lado de la naturaleza, con sus plantas y animales,<br />

existiese esta otra naturaleza muda, hecha por el hombre, estos hombres, animales y<br />

plantas de piedra y de madera. No era raro que se pasara alguno de sus momentos libres<br />

copiando aquellas figuras, cabezas de animales y manojos de hojas, y, a veces, intentaba<br />

también dibujar flores, caballos y rostros de la realidad.<br />

Y le agradaban sobremanera los cánticos eclesiásticos, especialmente las canciones<br />

marianas. Placíanle el ritmo severo y firme de estos cantos, sus imploraciones y alabanzas,<br />

repetidas una y otra vez. Podía seguir con recogimiento su devoto sentido, o bien,<br />

olvidándose del sentido, gozar de la majestuosa cadencia de aquellos versos y dejar<br />

henchirse el alma de ellos, de aquellas notas prolongadas y graves, de aquellas vocales<br />

llenas, de las piadosas repeticiones. En el fondo de su corazón no le atraía la ciencia, no le<br />

atraían la gramática ni la lógica, aunque también ellas tenían su belleza; le agradaba más el<br />

mundo de imágenes y sonidos de la liturgia.<br />

De cuando en cuando, interrumpía también por un instante el distanciamiento que entre él y<br />

sus condiscípulos se había producido. Con el tiempo, vino a resultarle molesto y aburrido<br />

verse rodeado de desvío y frialdad; a veces, se esforzaba durante un largo rato por hacer<br />

reír a un malhumorado vecino de banco o por hacer hablar a un callado vecino de lecho, y<br />

tenía éxito, y se mostraba amable y recobraba el afecto de algunos ojos, algunos rostros y<br />

algunos corazones. En dos casos, y por obra de tales reconciliaciones, logró, bien contra su<br />

voluntad, que volvieran a invitarle a "ir al pueblo". Entonces se asustaba y rechazaba<br />

rápidamente la invitación. No; no fue más al pueblo; y, además, había conseguido olvidar a<br />

la muchacha de las trenzas y no pensar nunca en ella o, por mejor decir, casi nunca.<br />

CAPÍTULO IV<br />

Durante largo tiempo los intentos de asedio de <strong>Narciso</strong> fueron impotentes para penetrar el<br />

secreto de <strong>Goldmundo</strong>. Durante largo tiempo se esforzó, al parecer en vano, por<br />

despertarlo, por enseñarle el lenguaje en que podía comunicarse ese secreto.<br />

Lo que el amigo le había referido sobre su origen y su patria no suscitó imagen alguna.<br />

Aparecía en sus relatos un padre envuelto en sombras, impreciso pero venerado, y, luego,<br />

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