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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

reservada y empezaba a observarlos a los dos. Cuando, durante la rumbosa cena, el pie de<br />

la forastera se puso a juguetear con el de <strong>Goldmundo</strong> bajo la mesa, no era únicamente este<br />

juego lo que le tenía embelesado, sino, más aun, la sombría y muda atención con que Lidia<br />

observaba el juego con ojos curiosos y llameantes. Finalmente, dejó caer de intento un<br />

cuchillo, se agachó, para recogerlo, bajo la mesa y rozó con mano acariciadora el pie y la<br />

pantorrilla de la dama; y entonces vio que Lidia se ponía pálida y que se mordía los labios;<br />

y siguió contando anécdotas del convento, sintiendo al mismo tiempo que la recién llegada<br />

estaba menos pendiente de sus historias que de su voz cautivadora. Los otros, asimismo, le<br />

escuchaban, su patrón con afecto y el huésped con semblante inalterable, aunque también<br />

a él le había tocado el fuego que ardía en el garzón. Jamás le había oído Lidia hablar de<br />

aquel modo; estaba radiante, el aire vibraba de sensualidad, centelleaban sus ojos, su voz<br />

cantaba dicha, imploraba amor. Las tres mujeres lo sentían, cada una a su modo: la<br />

pequeña Julia, con violenta oposición y repudio; la mujer del caballero, con una gozosa<br />

sensación de desquite, y Lidia, con un doloroso palpitar del corazón hecho de ansia íntima,<br />

leve resistencia y violentos celos que le demacraba el rostro y le encendía los ojos.<br />

<strong>Goldmundo</strong> sentía todas estas ondas que refluían sobre él como respuestas secretas a sus<br />

solicitaciones; a su alrededor volaban como pájaros los pensamientos de amor,<br />

entregándose, resistiéndose, luchando entre sí.<br />

Terminada la comida, Julia se retiró; era ya muy entrada la noche; abandonó la solana con<br />

su vela en el candelera de barro, fría como una pequeña monja. Los otros permanecieron<br />

sentados una hora más, y mientras los dos hombres maduros hablaban de la cosecha, del<br />

emperador y del obispo, Lidia escuchaba toda encandecida cómo <strong>Goldmundo</strong> y la dama<br />

tejían un insustancial y descuidado palique, entre cuyos flojos hilos, sin embargo, iba<br />

formándose una tupida y dulce malla de vaivenes, de miradas, matices de la voz, pequeños<br />

gestos, todos cargados de significación, todos llenos de fuego. La joven aspiraba aquella<br />

atmósfera con voluptuosidad y también con repelencia, y cuando veía o sentía que la rodilla<br />

de <strong>Goldmundo</strong> rozaba la de la forastera bajo la mesa, percibía el contacto en el propio<br />

cuerpo y se estremecía. Aquella noche no pudo dormir, y oyó dar las doce con el corazón<br />

agitado, convencida de que los otros dos se reunirían. Y lo que a éstos fue negado realizólo<br />

ella en su fantasía, pues los vio abrazarse y oyó sus besos y, a la vez, se puso a temblar de<br />

excitación, temiendo y deseando que el engañado caballero sorprendiese a los amantes y<br />

partiera el corazón de una puñalada al abominable <strong>Goldmundo</strong>.<br />

A la mañana siguiente el cielo estaba nublado y soplaba un viento húmedo; y el huésped,<br />

declinando todas las invitaciones que se le hicieron para que prolongara su estancia, insistió<br />

en partir en seguida. Lidia se encontraba junto a los forasteros cuando éstos subieron a sus<br />

caballos, les estrechó las manos y les dijo palabras de despedida, pero todo lo hizo<br />

maquinalmente, porque sus sentidos se habían concentrado para mirar cómo la mujer del<br />

caballero, al montar, apoyaba el pie en las manos de <strong>Goldmundo</strong>, y cómo la derecha de éste<br />

se ceñía de plano y firmemente al zapato y apretaba un instante el pie de la dama.<br />

Partidos ya los forasteros, <strong>Goldmundo</strong> se fue a trabajar al despacho. Al cabo de media hora<br />

oyó abajo hablar a Lidia con voz imperativa, y oyó también que sacaban un caballo; su<br />

patrón se asomó a la ventana, sonriendo y meneando la cabeza, y luego los dos vieron a<br />

Lidia que trasponía cabalgando la puerta del patio. Aquel día no adelantaron gran cosa en<br />

su latina labor literaria. <strong>Goldmundo</strong> estaba distraído; el caballero lo despidió con semblante<br />

cordial antes de lo acostumbrado.<br />

Instantes después, <strong>Goldmundo</strong>, sin ser notado, salió con su caballo del patio y se lanzó al<br />

trote por el descolorido paisaje. El fresco y húmedo viento otoñal le daba en la cara y, al<br />

acelerar la marcha, sentía que la cabalgadura entraba en calor y que su propia sangre se<br />

encendía. Alentando afanoso en aquel día gris, atravesó rastrojeras y barbechos, praderas y<br />

marjales cubiertos de colas de caballo y de carrizos, traspasó vallecillos de alisos, umbríos<br />

montes de pinos, y de nuevo volvió a atravesar praderas pardas, desoladas.<br />

Sobre una alta cresta que se recortaba contra el cielo nublado, de un gris traslúcido,<br />

descubrió la silueta de Lidia descollando sobre el caballo, que marchaba al trote lento.<br />

Enderezó hacia ella a toda prisa, y la joven, apenas se vio perseguida, aguijó a su animal y<br />

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