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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

El anciano monje quedó satisfecho y encomendó a su joven amigo que fuera a recoger por<br />

la tarde un manojo de aquellas plantas; para ello le indicó los parajes en que abundaban.<br />

—De ese modo, hijo mío, pasarás una tarde de asueto. Creo que no tendrás inconveniente y<br />

que nada perderás. No es ciencia únicamente vuestra estúpida gramática, sino que también<br />

lo es el conocimiento de la naturaleza.<br />

<strong>Goldmundo</strong> agradeció aquel grato encargo de coger flores durante un par de horas en vez<br />

de estar sentado en la escuela. Para que el gozo fuese completo, pidió al<br />

hermano caballerizo el caballo Careto, y, en cuanto terminó el almuerzo, sacó de la cuadra<br />

al animal, que le acogió con gran efusión, montó en él y partió al trote. El día era cálido y<br />

luminoso. Estuvo paseando durante una hora o más, gozando del aire y del aroma de los<br />

campos y, sobre todo, del placer de cabalgar, y luego se acordó de la misión que llevaba y<br />

se encaminó a uno de los lugares que el padre le había señalado. Cuando hubo llegado,<br />

arrendó el caballo a un umbroso arce, y luego de dirigir al animal algunas palabras amables<br />

y darle a comer un poco de pan, se puso a buscar las plantas. Había allí algunas hazas en<br />

barbecho cubiertas de maleza y, entre secas enredaderas de algarrobas y achicoria de flor<br />

azul celeste y descolorida espérgula, aparecían menguadas, raquíticas amapolas con sus<br />

últimas, pálidas flores y muchas cápsulas ya maduras; algunos montones de pedruscos<br />

entre dos campos estaban poblados de lagartos, aquí se encontraban también las primeras<br />

matas de corazoncíllos con sus flores amarillas, y <strong>Goldmundo</strong> comenzó su tarea. Después<br />

de haber juntado un buen manojo, se sentó en las piedras para descansar. Como hacía<br />

mucho calor, miraba con codicia la sombra que se advertía en un lejano linde del bosque;<br />

pero no quería alejarse tanto de las plantas y de su caballo, al que aún podía ver desde el<br />

lugar en que se hallaba. Permaneció sentado en los calientes guijarros, estuvo un rato<br />

quieto para ver salir de nuevo a los lagartos que se habían escondido, aspiró el perfume de<br />

los corazoncillos y miró al trasluz algunas de las hojas para observar sus agujeros,<br />

numerosos, diminutos, como hechos con alfiler.<br />

Es admirable, se decía, que en cada una de estas innumerables hojillas aparezca un<br />

minúsculo cielo estrellado, delicado como una blonda. Pero todo era admirable e<br />

incomprensible, los lagartos, las plantas y también las piedras, absolutamente todo. El<br />

padre Anselmo, que tanto le quería, no podía ya apañar sus corazoncillos; encontrábase mal<br />

de las piernas, al punto que había días en que le era imposible moverse, sin que su arte<br />

médica fuera capaz de curarlo. Quizá muriera en breve; las hierbas continuarían<br />

embalsamando la estancia, pero el anciano padre ya no estaría allí. Sin embargo, podía aún<br />

vivir largo tiempo, quizá diez o veinte años más, y entonces seguiría teniendo aquellos finos<br />

cabellos blancos y aquellos curiosos hacecillos de arrugas alrededor de los ojos. En cambio<br />

él, <strong>Goldmundo</strong>, ¿qué sería de él dentro de veinte años? Ah, todo era incomprensible y, en<br />

verdad, triste, aunque, a la vez, era también hermoso. Nada se sabía. Uno vivía y corría por<br />

la tierra o cabalgaba por los bosques, y muchas cosas le miraban solicitándolo, haciéndole<br />

promesas y despertándole anhelos: una estrella en el atardecer, una campánula azul, un<br />

lago verde caña, los ojos de un hombre o de una vaca, y, a las veces, era como si fuese a<br />

acontecer inmediatamente algo jamás visto y, sin embargo, largamente ansiado, como si de<br />

todo fuera a caer un velo, pero luego aquello pasaba, y no sucedía nada, y el enigma no se<br />

descubría y el secreto encantamiento no se deshacía y, al final, uno era viejo y tenía un aire<br />

tan agudo como el padre Anselmo o tan prudente como el abad Daniel, y quizá seguía sin<br />

saber nada, siempre esperando y al acecho.<br />

Alzó del suelo una concha vacía de caracol, entre las piedras se percibía un débil ruido y el<br />

sol calentaba con fuerza. Absorto, examinaba las vueltas de la concha, la grabada espira, el<br />

gracioso achicamiento de la coronita, el vacío conducto en que brillaba el nácar. Cerró los<br />

ojos para sentir las formas tan sólo por el tacto de los dedos, vieja costumbre y juego en él.<br />

Haciendo girar el caracol entre los dedos flojos, palpaba suavemente, sin hacer presión,<br />

acariciando sus formas, embelesado con la maravilla del modelado, con el encanto de lo<br />

corpóreo. Uno de los inconvenientes de la escuela y de la erudición, pensaba abstraído,<br />

consistía en que parecía ser una de las tendencias del espíritu el verlo y representarlo todo<br />

como si fuese plano y sólo tuviera dos dimensiones. Con eso creía, quizás, haber señalado<br />

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