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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

algo?<br />

Púsose detrás de <strong>Goldmundo</strong> y miró la gran hoja de papel; luego apartó un poco al lado al<br />

joven y tomó con cuidado la hoja en sus manos diestras. <strong>Goldmundo</strong> se había despertado<br />

de su sueño y contemplaba con temerosa expectativa al maestro. Éste estaba de pie,<br />

sosteniendo el dibujo con entrambas manos y examinándolo detenidamente con la mirada<br />

un tanto incisiva de sus ojos severos y celestes.<br />

—¿Quién es ese que has dibujado ahí? —le preguntó Nicolao pasados unas instantes.<br />

—Es mi amigo, un joven fraile y erudito.<br />

—Bien. Lávate las manos, en el patio hay una fuente. Luego iremos a comer. Mis ayudantes<br />

no están aquí porque trabajan afuera.<br />

<strong>Goldmundo</strong> se marchó obediente, encontró el patio y la fuente, se lavó las manos; hubiese<br />

dado algo por conocer los pensamientos del maestro. Cuando retornó, éste ya se había ido<br />

de la estancia; lo oía trastear en la habitación contigua. Apareció poco después, también se<br />

había lavado y llevaba, en vez del delantal un sayo de paño, que le daba un aire elegante y<br />

solemne. El maestro echó a andar delante. Subieron una escalera cuyos balaustres de nogal<br />

tenían unas cabecitas de ángeles talladas, cruzaron una sala llena de esculturas viejas y<br />

modernas y entraron en una hermosa pieza cuyo suelo, paredes y techo eran de madera<br />

dura y en la que, junto al ángulo de la ventana, aparecía una mesa servida. Apareció una<br />

joven; <strong>Goldmundo</strong> la reconoció en seguida, era la linda muchacha de la noche anterior.<br />

—Isabel, —profirió el maestro—, pon otro cubierto más; traigo un invitado. Se trata de...<br />

bueno, todavía no sé cómo se llama.<br />

<strong>Goldmundo</strong> le dijo su nombre.<br />

—Bien; <strong>Goldmundo</strong>, pues. ¿Podemos comer ya?<br />

—Al punto, padre.<br />

La joven colocó un plato en la mesa, salió de la habitación y volvió de allí a poco con la<br />

criada, la que sirvió la comida: carne de cerdo, lentejas y pan blanco. Durante el almuerzo<br />

el padre hablaba de diferentes cosas con la muchacha; <strong>Goldmundo</strong> permanecía callado,<br />

comía poco y se sentía muy confuso y cohibido. La muchacha le gustaba mucho; era de<br />

figura hermosa y arrogante, casi tan alta como el padre; pero se mantenía recatada e<br />

inaccesible, como bajo un fanal de vidrio, y no dirigía palabra ni mirada alguna al forastero.<br />

Concluida la comida, dijo el maestro:<br />

—Ahora quiero reposar cosa de media hora. Vete al taller o sal a pasear un poco. Después<br />

hablaremos del asunto.<br />

<strong>Goldmundo</strong> se despidió y abandonó la estancia. Hacía una hora o algo más que el maestro<br />

viera su dibujo y nada le había dicho sobre él. ¡Y aun tenía que aguardar media hora más!<br />

En fin, nada podía hacer, esperaría. No se fue al taller, no quería ver de nuevo el dibujo.<br />

Salió al patio, se sentó en el pilón de la fuente y se puso a contemplar el chorro de agua<br />

que brotaba sin cesar del caño y caía en la taza de piedra formando pequeñas ondas y<br />

arrastrando constantemente consigo a lo hondo una miajilla de aire que bajaba y subía en<br />

blancas perlas. En el oscuro espejo de la fuente vio su propia imagen y pensó que aquel<br />

<strong>Goldmundo</strong> que le miraba desde el agua no era ya, desde hacía largo tiempo, el <strong>Goldmundo</strong><br />

del convento ni el de Lidia, ni tampoco el de los bosques. Pensaba que él y los demás<br />

hombres fluían y se transformaban incesantemente y terminaban disolviéndose, en tanto<br />

que sus imágenes, creadas por el artista, permanecían siempre las mismas sin mutación<br />

alguna.<br />

Decíase que tal vez la raíz de todo arte y quizá también de todo espíritu fuera el temor de la<br />

muerte. La tememos, nos horroriza la transitoriedad, vemos con tristeza cómo las flores se<br />

mustian y las hojas caen una y otra vez, y en el propio corazón sentimos la certidumbre de<br />

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