Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
viera; también en su convento de Mariabronn había algunas figuras de esta especie.<br />
Antaño, cuando joven, las había contemplado con agrado aunque sin pasión; parecíanle<br />
hermosas y dignas pero excesivamente solemnes y un tanto rígidas y anticuadas. Más<br />
adelante, luego de ver, al término de su primera y dilatada peregrinación, aquella dulce y<br />
triste efigie de la Madre de Dios labrada por el maestro Nicolao, que tanto le impresionó y<br />
entusiasmó, esas solemnes figuras románicas le habían parecido pesadas, inexpresivas y<br />
extrañas, las había mirado con cierto desdén, estimando que en el nuevo estilo de su<br />
maestro latía un arte más lleno de vida, íntimo e inspirado. En cambio, ahora que retornaba<br />
del mundo, lleno de imágenes, marcada el alma con las cicatrices y las huellas de<br />
tremendas aventuras y experiencias, lleno de ansia dolorosa, de meditación y creación,<br />
aquellas vetustas y severas figuras le causaron, de súbito, una fuerte emoción. Permanecía<br />
devoto ante las veneradas imágenes en las que pervivía el corazón de una época lejana y<br />
en las que los temores y entusiasmos de lejanas generaciones, encarnados en la piedra,<br />
ofrecían aún, al cabo de los siglos, resistencia a la caducidad. En su agitado corazón se alzó,<br />
trémulo y humilde, un sentimiento de respeto profundo y, a la vez, un horror de su vida<br />
desperdiciada y consumida. Hizo lo que desde mucho atrás no hacía: fue en busca de un<br />
confesonario para confesar sus pecados y que le impusieran una penitencia.<br />
Mas aunque en la iglesia no faltaban confesonarios, estaban vacíos; los sacerdotes habían<br />
muerto, yacían enfermos en el hospital, habían huido, temían el contagio. La iglesia se<br />
hallaba desierta, las pisadas de <strong>Goldmundo</strong> resonaban huecas en la bóveda de piedra.<br />
Prosternóse ante uno de los confesonarios, cerró los ojos y susurró en la celosía.<br />
—Dios mío, mira en lo que he venido a dar. Retorno del mundo convertido en un hombre<br />
malvado e inútil; malgasté mis años como un pródigo, y poco es lo que me ha quedado. He<br />
matado, he robado, he fornicado, me entregué a la holganza, le quité el pan a otros. Dios<br />
mío, ¿por qué nos has creado así, por qué nos llevas por tales caminos? ¿No somos tus<br />
criaturas? ¿No murió tu hijo por nosotros? ¿No hay santos y ángeles para guiarnos? ¿O<br />
acaso todas esas cosas no son sino bonitas historias imaginarias que se cuentan a los niños<br />
y de las que los mismos curas se ríen? Tu proceder me desconcierta, Dios Padre; has creado<br />
un mundo lleno de maldad y lo conduces torpemente. He visto casas y calles pobladas de<br />
muertos abandonados, he visto a los ricos fortificarse en sus moradas o emprender la fuga<br />
y a los pobres dejar insepultos a sus hermanos, y recelar unos de otros y matar a los judíos<br />
como si fuesen ganado. He visto sufrir y perecer a muchos inocentes, y a muchos malvados<br />
nadar en la abundancia y darse buena vida. ¿Es que nos has olvidado y abandonado, que te<br />
has desentendido por entero de tu creación, que quieres dejarnos hundir a todos en la<br />
ruina?<br />
Suspirando, traspuso la puerta del templo y salió al exterior y contempló de nuevo las<br />
silenciosas efigies de piedra, ángeles y santos magros y altos, envueltos en sus ropajes de<br />
rígidos pliegues, inmóviles, inasequibles, sobrehumanos y, con todo, creados por la mano y<br />
el espíritu del hombre. Allí arriba estaban, graves y sordos, en su mezquino espacio,<br />
inaccesibles a todo ruego y a toda pregunta; y, sin embargo, eran un consuelo infinito, una<br />
resonante victoria sobre la muerte y la desesperación al permanecer con toda su dignidad y<br />
belleza y sobrevivir a las generaciones que se sucedían. ¡Ah si estuvieran también aquí la<br />
pobre y hermosa judía Rebeca y la pobre Lena, consumida por el fuego en la cabaña, y la<br />
graciosa Lidia y el maestro Nicolao! Pero un día estarían y perdurarían, él los pondría, y sus<br />
figuras, que hoy significaban para él amor y tormento, temor y pasión, aparecerían ante los<br />
hombres venideros, sin nombre ni historia, como símbolos tranquilos y callados de la vida<br />
humana.<br />
CAPÍTULO XV<br />
El objetivo había sido, por fin, alcanzado. <strong>Goldmundo</strong> entró en la ciudad tan deseada por la<br />
misma puerta que había franqueado por vez primera hacía muchos años en busca de su<br />
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