Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
goces de los sentidos y pagarlos con dolores.<br />
En todo caso, <strong>Goldmundo</strong> le había mostrado que un hombre llamado a un alto destino podía<br />
sumergirse hondamente en la confusión sangrienta y ebria de la vida y emporcarse de polvo<br />
y sangre sin trocarse por eso en un ser menguado y vil, sin matar en sí lo divino; que podía<br />
vagar entre espesas tinieblas sin que en el santuario de su alma se apagase la luz divina y<br />
la fuerza creadora. <strong>Narciso</strong> había mirado penetrantemente en la borrascosa vida de su<br />
amigo y ni su amor ni su estimación hacia él se habían debilitado. Ah, no; y desde que<br />
había visto surgir de las manchadas manos de <strong>Goldmundo</strong> aquellas figuras<br />
maravillosamente animadas de una vida serena, transfiguradas por una forma y un orden<br />
interiores, aquellos rostros entrañables, llenos de luz de alma, aquellas candidas plantas y<br />
flores, aquellas manos implorantes o ungidas de gracia, todas aquellas expresiones<br />
resueltas y suaves, altivas o santas, desde entonces supo con entera seguridad que aquel<br />
versátil corazón de artista y seductor estaba lleno de luz y de gracia divina.<br />
No le había costado trabajo aparecer en las conversaciones como superior a él y<br />
contraponer a su pasión la propia disciplina y orden de las ideas. Pero ¿no valía más cada<br />
una de aquellas pequeñas expresiones de las figuras labradas por <strong>Goldmundo</strong>, cada ojo,<br />
cada boca, cada ramita y cada pliegue del vestido, no eran más reales, más vivos, más<br />
originales que todo lo que un pensador pudiera hacer? Aquel artista, cuyo corazón estaba<br />
lleno de pugnas y de infortunio, ¿no había creado para incontables hombres, presentes y<br />
venideros, símbolos de su infortunio y de su esfuerzo, imágenes hacia las que se vuelven<br />
devotos y reverentes la angustia y el anhelo de innumerables individuos y en los que cabía<br />
encontrar consuelo, seguridad y corroboración?<br />
Sonriente y triste, <strong>Narciso</strong> recordaba las ocasiones en que desde la temprana juventud<br />
había orientado y enseñado a su amigo. Éste recibía entonces con agradecimiento sus<br />
indicaciones, siempre aceptaba su superioridad y dirección. Y, más adelante, ahora, había<br />
venido a ofrecer, calladamente, las obras nacidas de las tormentas y dolores de su vida<br />
baqueteada: nada de palabras ni de teorías ni de explicaciones ni de advertencias sino de<br />
vida auténtica, sublimada. ¡Qué pobre era él al lado de esto, con todo su saber, su disciplina<br />
monástica, su dialéctica!<br />
En torno a estas cuestiones giraban sus pensamientos. Así como, muchos años atrás, había<br />
intervenido en la juventud de <strong>Goldmundo</strong> para sacudirlo y prevenirlo y había situado su vida<br />
en un nuevo ambiente, así el amigo, desde su regreso, lo había llenado de desazón, le había<br />
sacudido el alma, lo había obligado a dudar y a examinarse a sí mismo. Era su igual; nada<br />
le había dado que no hubiese recobrado con creces.<br />
La ausencia del amigo le deparó vagar para la reflexión. Pasaron las semanas; mucho hacía<br />
ya que había florecido el castaño, que el follaje de las hayas de un verde claro lechoso se<br />
había tornado oscuro, espeso y duro, que las cigüeñas habían empollado en la torre del<br />
portón y que tenían crías y que les habían enseñado a volar. Cuanto más tardaba en<br />
retornar <strong>Goldmundo</strong> tanto más claro veía <strong>Narciso</strong> lo que había sido para él.<br />
Tenía en la casa a algunos padres de muchas letras, uno versado en Platón, otro excelente<br />
gramático y uno o dos sutiles teólogos. Entre los monjes, había algunas almas leales y<br />
rectas que tomaban la vida en serio. Pero no tenía ninguno que fuese su igual, con el que<br />
pudiese compararse en serio. Esto, irreemplazable, sólo se lo había proporcionado<br />
<strong>Goldmundo</strong>. Y el verse otra vez privado de él le resultaba penoso. Lleno de añoranza,<br />
pensaba en el ausente.<br />
Iba con frecuencia al taller y estimulaba a Erico, que seguía trabajando en el altar y que<br />
ansiaba el retorno de su maestro. Alguna vez entraba en el aposento de <strong>Goldmundo</strong>, donde<br />
encontraba la imagen de María; levantaba cuidadosamente el paño que la tapaba y se<br />
quedaba contemplándola un rato. Nada sabía sobre su origen, porque su amigo jamás le<br />
había referido la historia de Lidia. Mas él todo lo sentía, se daba cuenta de que aquella<br />
figura de muchacha había vivido largo tiempo en el corazón del artista. Quizá la había<br />
seducido, quizá la había engañado y abandonado. Pero la había llevado consigo y guardado<br />
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