Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
mismo camino clandestino para "ir al pueblo". Entonces había iniciado la pequeña escapada<br />
prohibida con gran agitación y encubierto temor, y, en cambio, ahora que se iba para<br />
siempre, que se lanzaba por caminos mucho más prohibidos y peligrosos, no sentía temor<br />
alguno, no pensaba en el portero ni en el abad ni en el maestro.<br />
Esta vez no había andamio alguno junto al arroyo y tenía que cruzar sin puente. Se despojó<br />
de la vestimenta y la arrojó a la otra orilla, y luego pasó desnudo el arroyo, que era hondo y<br />
de fuerte corriente, sumergido hasta el pecho en el agua helada.<br />
Mientras se vestía, ya en el otro lado, pensaba de nuevo en <strong>Narciso</strong>. Veía ahora con grande<br />
y humillante claridad que, en aquel momento, no hacía sino aquello que su amigo había<br />
previsto y a lo que le había conducido. Tornaba a ver con suma nitidez a aquel <strong>Narciso</strong><br />
inteligente y un tanto burlón que le había oído decir tantas insensateces y que, en un<br />
momento trascendental, le había abierto los ojos entre dolores. Volvía ahora a oír, muy<br />
distintamente, algunas de las palabras que le había dicho en aquella ocasión: "Tú duermes<br />
en el regazo de la madre y yo velo en el desierto. Tú sueñas con muchachas y yo con<br />
mancebos."<br />
Un instante se le encogió, aterido, el corazón; hallábase terriblemente solo en medio de la<br />
noche. A sus espaldas estaba el convento, hogar tan sólo de apariencia, pero al que, con<br />
todo, amaba y se había ya acostumbrado.<br />
Mas, a la vez, sentía lo otro, que <strong>Narciso</strong> había dejado de ser su guía y despertador<br />
monitorio y sabihondo. Sentía que acababa de entrar en una región en la que él solo<br />
encontraba el camino, en la que ningún <strong>Narciso</strong> podía ya conducirle. Alegrábase de haberse<br />
dado cuenta de esto; le abrumaba y avergonzaba evocar los tiempos de su dependencia.<br />
Ahora veía con plena claridad y ya no era un niño ni un escolar. Era grato saberlo. Y sin<br />
embargo... ¡qué duro el despedirse! ¡Saber que él estaba arrodillado allá en la iglesia, no<br />
darle nada, no ayudarlo, no poder ser nada para él! ¡Y separarse de él por largo tiempo,<br />
quizá para siempre, y no saber nada de él, y no oír más su voz, y no ver más sus ojos<br />
bellos, nobles!<br />
Echó a andar por la estrecha calzada. Y cuando estuvo a un centenar de pasos de los muros<br />
del convento, se detuvo, tomó aliento y lanzó, lo mejor que pudo, un graznido de lechuza.<br />
Otro graznido similar le respondió, arroyo abajo, en la lejanía.<br />
"Nos llamamos a gritos, como los animales", pensó, recordando el amoroso momento de la<br />
tarde; y sólo entonces advirtió que él y Elisa únicamente al final de todo, cuando ya<br />
concluían las caricias, habían cambiado algunas palabras, y, para eso, pocas y sin<br />
importancia. ¡Qué largas conversaciones había sostenido con <strong>Narciso</strong>! Ahora, en cambio, a<br />
lo que parecía, acababa de entrar en un mundo en que no se hablaba, en el que solamente<br />
se empleaban graznidos de lechuza, en el que las palabras carecían de significación. Y<br />
estaba plenamente conforme, no tenía la menor necesidad de palabras ni de pensamientos,<br />
sino, exclusivamente, de Elisa, de aquel silencioso, ciego, mudo sentir y hurgar, de aquel<br />
manso y suspirante derretirse.<br />
Allí estaba ya Elisa. Venía hacia él, saliendo del bosque. <strong>Goldmundo</strong> alargó los brazos, para<br />
sentirla, abrazó con manos que tentaban tiernamente su cabeza, su cabello, su cuello y<br />
nuca, su cuerpo esbelto y aquellas firmes caderas. Ciñéndole el talle con el brazo, se fue<br />
con ella, sin hablar, sin preguntar adonde. Enderezaba, sin duda, hacia el bosque nocturno,<br />
y a él costábale trabajo caminar a su vera; parecía que los ojos de la joven vieran en la<br />
noche, como los de los zorros y las martas, pues jamás daba tropezón ni traspié.<br />
<strong>Goldmundo</strong> se dejaba llevar a través de la noche, del bosque, de la ciega y misteriosa<br />
región, sin palabras ni pensamientos. Ya no pensaba en nada, ni siquiera en el convento<br />
que acababa de dejar, ni siquiera, en <strong>Narciso</strong>.<br />
En silencio recorrieron una oscura parte del bosque, marchando unas veces sobre blando,<br />
mullido musgo y otras sobre duros costillares de raíces; a veces había sobre sus cabezas<br />
jirones del cielo luminoso entre altas y ralas copas de árboles, y a veces todo estaba en<br />
tinieblas; de cuando en cuando alguna rama les golpeaba en el rostro o alguna zarza se les<br />
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