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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

colgando, flojo, de las manos; y luego, sin dejar de apretar, arrastró aquel cuerpo<br />

desfallecido y casi exánime un trecho por el suelo hasta unos grises y avistados pedruscos<br />

que surgían desnudos de la tierra.<br />

Aquí levantó en alto al vencido, una y otra vez, pese a su corpulencia, golpeándole la<br />

cabeza contra las angulosas piedras. Seguidamente, lo arrojó a un lado, con el cogote<br />

partido; su cólera no se había aún saciado, hubiese podido seguir maltratándolo.<br />

Lena estaba radiante. Sangrábale el pecho y todavía temblaba y jadeaba, pero había<br />

recobrado en seguida los ánimos y contempló con la mirada extasiada, llena de gozo y<br />

admiración, cómo su vigoroso amante se lanzaba sobre el intruso y lo estrangulaba y le<br />

partía el cogote y tiraba lejos de sí el cadáver. Allí yacía como una culebra muerta, blando y<br />

desarticulado; el rostro gris de barba descuidada y pelo ralo y mezquino pendíale boca<br />

arriba con gesto lastimoso. Lena se enderezó llena de júbilo y abrazó tiernamente a<br />

<strong>Goldmundo</strong>; pero de pronto palideció, aún poseía sus miembros el espanto, se sentía mal, y<br />

se desplomó, agotada, en los arándanos. Sin embargo, instantes después pudo marchar con<br />

<strong>Goldmundo</strong> a la cabaña. <strong>Goldmundo</strong> le lavó el seno que estaba cubierto de arañazos; en<br />

uno de los pechos tenía la señal de un mordisco de aquel bárbaro.<br />

A Roberto le causó gran emoción la aventura y pidió con interés detalles de la lucha.<br />

—¿Conque le partiste el cogote? ¡Magnífico! Eres temible, <strong>Goldmundo</strong>.<br />

Pero <strong>Goldmundo</strong> no quería hablar más del asunto, ahora estaba sosegado; al alejarse del<br />

muerto habíale venido a las mientes el recuerdo del granuja de Víctor y pensó que era ya el<br />

segundo hombre que moría por su mano. Para librarse de Roberto, dijo:<br />

—Tú también podías hacer ahora algo. Vé allá y trata de hacer desaparecer el cadáver. Si<br />

resulta difícil abrir una fosa, lo llevas hasta el cañaveral o lo cubres con piedras y tierra.<br />

Pero se negó; no quería nada con cadáveres porque nunca podía saberse si no se<br />

escondería ea alguno el virus de la peste.<br />

Lena se había acostado en la cabaña. Le dolía la mordedura del pecho; mas pronto se sintió<br />

mejor, tornó a levantarse, hizo fuego e hirvió la leche de la cena; estaba de muy buen<br />

talante pero se la obligó a ir temprano a la cama. Obedeció como un cordero, tanto<br />

admiraba a <strong>Goldmundo</strong>. Éste permanecía callado y sombrío; a Roberto esta actitud no lo<br />

tomaba de sorpresa y no lo molestó. Cuando, en hora avanzada, <strong>Goldmundo</strong> se dirigió a su<br />

camastro, se inclinó sobre Lena y escuchó atentamente. Dormía. Se notaba desasosegado,<br />

pensaba en Víctor, sentía zozobra y afán de caminar; estaba convencido de que había<br />

concluido aquella simulación de hogar. Pero en una cosa cavilaba sobre todo. Había<br />

sorprendido la mirada que le dirigió Lena cuando estranguló y arrojó a un lado a aquel<br />

sujeto. Era una mirada singular, y él sabía que nunca la olvidaría, de aquellos ojos<br />

dilatados, empavorecidos y encantados irradiaba un orgullo, un aire de triunfo, una<br />

profunda y apasionada delectación en la venganza y en el matar como jamás había visto ni<br />

imaginado en el rostro de una mujer. De no ser por aquella mirada, pensaba, tal vez llegase<br />

a olvidar, con los años, la cara de Lena. Esa mirada había vuelto grande, hermosa y terrible<br />

aquella faz de moza aldeana. Hacía meses que sus ojos no veían cosa alguna que provocara<br />

en él el deseo de dibujarla. Ante aquella mirada, había tornado a experimentar el<br />

sacudimiento de ese deseo.<br />

Como no podía conciliar el sueño, terminó levantándose y salió de la cabaña. Hacía frío, en<br />

los abedules jugaba un viento leve. Púsose a pasear, yendo y viniendo, en medio de la<br />

oscuridad; luego se sentó en una piedra y se sumió en cavilaciones y profunda tristeza. Le<br />

daba pena Víctor, le daba pena el haber matado, le daba pena la perdida inocencia infantil<br />

de su alma. ¿Para eso había huido del convento, y abandonado a <strong>Narciso</strong>, y ofendido al<br />

maestro Nicolao, y renunciado a la bella Isabel... para morar ahora en medio de los campos<br />

y acechar el ganado perdido y matar allá en las piedras a aquel pobre diablo? ¿Tenía sentido<br />

todo eso, valía la pena vivirlo? Una sensación de absurdo y un desprecio de sí mismo le<br />

encogieron el corazón. Se dejó caer hacia atrás; yacía ahora tendido sobre la espalda y<br />

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