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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

retornaba, una vez, dos veces, la colorida cinta corría inacabablemente ante sus ojos.<br />

Mucha lluvia y mucha nieve habían caído sobre <strong>Goldmundo</strong> cuando, cierto día, luego de<br />

subir monte arriba por un hayedo sin follaje pero en el que ya apuntaba el verde claro de<br />

los brotes nuevos, divisó, desde lo alto de la cresta de la montaña, un nuevo paisaje que a<br />

sus pies se extendía y que llenó sus ojos de gozo y desató en su corazón un torrente de<br />

presentimientos, ansias y esperanzas. Sabíase, desde días atrás, próximo a esta comarca y<br />

la aguardaba, y ahora se le mostraba de improviso en esta hora del mediodía; y lo que de<br />

ella captó con la mirada, en este primer contacto, confirmaba y corroboraba su expectativa.<br />

Entre los troncos grises y las ramas que se mecían suavemente, veía allá abajo un valle<br />

castaño y verde en cuyo centro brillaba con tono vidriazulado un ancho río. Sabía que ahora<br />

había concluido por mucho tiempo el marchar a campo traviesa por comarcas llenas de<br />

praderas, bosques y soledad donde sólo raramente se encontraba alguna casa de labranza o<br />

alguna pobre aldehuela. Allá abajo discurría el río y, a lo largo del río, corría uno de los más<br />

hermosos y famosos caminos del Imperio; allá la tierra era rica y fértil, por el río circulaban<br />

balsas y barcas, y el camino llevaba a hermosos pueblos, castillos, conventos y ricas<br />

ciudades; quien quisiera podía viajar muchos días y semanas por aquel camino sin<br />

preocuparse de que terminara de pronto como acontecía con las menguadas veredas<br />

aldeanas, en una selva o en un húmedo juncal. Llegaban cosas nuevas y ello le llenaba de<br />

alegría.<br />

Al atardecer de aquel día encontrábase ya en un lindo pueblecillo asentado entre el río y las<br />

lomas cubiertas de vides, junto al gran camino; en las casas, coronadas de hastiales, el<br />

gracioso maderamen estaba pintado de rojo, había puertas abovedadas y callejuelas con<br />

escaleras de piedra, una herrería arrojaba a la calle un rojo resplandor y el claro sonar del<br />

yunque. Vagaba curioso el forastero por callejas y esquinas, olfateaba en las puertas de las<br />

bodegas el aroma de los toneles y del vino y, en la ribera del río, el fresco olor a peces del<br />

agua; contempló la iglesia y el cementerio, y no se olvidó de buscar un granero propicio<br />

donde pudiera pasar la noche. Pero antes quiso pedir de comer en la casa rectoral.<br />

Encontróse allí un cura obeso y pelirrojo que le hizo varias preguntas y a quien él refirió su<br />

vida callándose algunas cosas y fantaseando en otras; luego de lo cual se vio acogido<br />

amistosamente y hubo de pasar la velada, con buen yantar y buen vino, departiendo<br />

largamente con el clérigo. Al día siguiente reanudó su marcha por el camino que bordeaba<br />

el río. Veía pasar balsas y gabarras, se adelantaba a algunos carruajes cuyos conductores le<br />

permitían, a veces, subir a ellos y lo llevaban un trecho; los días de la primavera se<br />

deslizaban rápidos y llenos da imágenes; acogíanle aldeas y pequeñas ciudades, había<br />

mujeres que sonreían tras las verjas de los jardines o plantaban arrodilladas en la tierra<br />

morena, y muchachas que cantaban en las atardecidas callejuelas aldeanas.<br />

Una moza que encontró en cierto molino le agradó tanto que por ella se quedó dos días en<br />

la comarca para cortejarla; tenía la impresión de que a la moza le gustaba reír y charlar con<br />

él; ¡Quién le diera ser un mozo de molino y permanecer allí para siempre! Alternaba con los<br />

pescadores, ayudaba a carreros y trajinantes a echar pienso y almohazar a las caballerías, a<br />

cambio de lo cual le daban pan y carne y le dejaban viajar en su compañía. Resultábale<br />

grato y confortador aquel sociable mundo de viandantes tras la larga soledad, la jovialidad<br />

que reinaba entre aquellos sujetos parlanchines y alegres tras el largo cavilar, la diaria<br />

hartura de las copiosas comidas tras el largo hambrear; dejábase arrastrar de buena gana<br />

por aquella onda grata. Ella se lo llevó, y cuanto más se acercaba a la ciudad episcopal, más<br />

animado y alegre se volvía el camino. Cierta vez, estando en una aldea, paseábase, al filo<br />

de la noche, junto al agua, entre árboles llenos ya de ramaje. Discurría tranquilo el río<br />

poderoso, entre las raíces de los árboles la corriente murmuraba y suspiraba, la luna<br />

apuntaba detrás de las montañas derramando claridades en el río y sombras entre los<br />

árboles. De pronto, encontró a una joven sentada y llorando; acababa de tener una disputa<br />

con su novio y él se había ido dejándola sola. <strong>Goldmundo</strong> se sentó a su lado, escuchó sus<br />

quejas, le acarició la mano, le contó cosas del bosque y de los corzos, la consoló un poco y<br />

hasta la hizo reír, y ella se dejó dar un beso. Pero instantes después retornó el amado a<br />

buscarla; venía ya sosegado y arrepentido de la riña. En cuanto vio a <strong>Goldmundo</strong> sentado<br />

junto a ella, se abalanzó sobre él y le golpeó con los puños; a duras penas pudo <strong>Goldmundo</strong><br />

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