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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

claustro, los nidos de cigüeña de encima del granero y el refectorio. En todas las esquinas,<br />

salían al encuentro el dulce y emocionante aroma de su pasado, de su primera juventud, un<br />

sentimiento de amor lo impulsaba a verlo todo, a volver a oír todos los sonidos, el toque de<br />

ánimas, el repique dominical, el rumor del oscuro arroyo del molino en su estrecho y<br />

musgoso canal, los pasos de las sandalias sobre las losas de piedra, el sonar del manojo de<br />

llaves cuando, al caer la noche, el hermano portero cerraba las puertas. Junto a los<br />

desaguaderos de piedra en que caía, del tejado del refectorio de los legos, el agua de la<br />

lluvia, seguían lozaneando las mismas plantas pequeñas, geranios y llantenes, y en el jardín<br />

de la herrería el viejo manzano retorcía de igual modo sus ramas dilatadas. Pero lo que más<br />

le emocionaba era oír el tañido de la esquila del colegio y ver, en el rato de recreo, a los<br />

escolares encaminarse al patio, escaleras abajo, con gran algazara. ¡Qué jóvenes, qué<br />

ingenuas, qué lindas las caras de aquellos muchachuelos!... ¿Había sido él realmente,<br />

alguna vez, tan joven, tan desmañado, tan lindo y tan infantil?<br />

Pero además de este convento que bien conocía, volvía a encontrar otro casi desconocido,<br />

que le llamó la atención ya desde los primeros días, que cada vez cobraba más importancia<br />

ante sus ojos y que sólo lentamente se fue uniendo con el otro. Pues aunque tampoco aquí<br />

había nada nuevo y todo estaba igual, como en sus años estudiantiles y cien años antes y<br />

aun más, no lo miraba ahora con ojos de escolar. Contemplaba y sentía aquellas<br />

construcciones, las bóvedas de la iglesia, las pinturas antiguas, las imágenes de piedra y de<br />

madera de los altares y portadas, y si bien nada veía que no estuviese ya entonces en su<br />

lugar actual, descubría por vez primera la belleza de todas aquellas cosas y el espíritu con<br />

que habían sido creadas. Observó con detenimiento la imagen de la Madre de Dios de la<br />

capilla central; ya cuando mocito le había tenido cariño y la había dibujado varias veces;<br />

mas sólo ahora la veía con ojos despiertos y advertía que era una obra maravillosa que<br />

nunca podría superar aunque trabajara con el máximo empeño y fortuna. Y de esas cosas<br />

maravillosas había muchas, y cada una de ellas no era algo aislado y producto de la<br />

casualidad, sino que todas procedían del mismo espíritu, y entre los viejos muros, columnas<br />

y bóvedas estaban como en su hogar natural. Todo lo que allí se había edificado, cincelado,<br />

pintado, vivido, pensado y enseñado en varios siglos arrancaba de un tronco, de un espíritu,<br />

y se acomodaba y ordenaba como el ramaje de un árbol.<br />

En medio de aquel mundo, de aquella tranquila y poderosa unidad, <strong>Goldmundo</strong> se sentía<br />

muy pequeño, sobre todo cuando veía al abad Juan, a su amigo <strong>Narciso</strong>, dirigir y gobernar<br />

aquel orden grave y, a la vez, amable y sereno. Aunque entre el erudito abad Juan, de finos<br />

labios, y el sencillo abad Daniel, con su bondadosa llaneza, hubiera, como individuos, una<br />

gran diferencia, ambos se habían consagrado al servicio de la misma unidad, del mismo<br />

pensamiento, del mismo orden, de los que recibían su dignidad y a los que ofrendaban su<br />

persona. Y eso los hacía tan semejantes como el hábito monacal.<br />

En medio del convento, <strong>Narciso</strong> se aparecía a los ojos de <strong>Goldmundo</strong> con imponente<br />

grandeza, a pesar de que él siempre lo trataba cordialmente, como camarada y huésped. Al<br />

cabo de algún tiempo, apenas se atrevía a tutearlo y a llamarle "<strong>Narciso</strong>".<br />

—Escucha, abad Juan —le dijo una vez—; tendré que ir acostumbrándome poco a poco a tu<br />

nuevo nombre. Quiero que sepas que me encuentro muy bien entre vosotros. Casi me dan<br />

ganas de pedirte que me oigas en una confesión general y, una vez cumplida la penitencia,<br />

me admitas como hermano lego. Pero entonces terminaría nuestra amistad; tú serías el<br />

abad y yo el hermano lego. Sin embargo, no podré soportar mucho tiempo vivir así a tu<br />

lado y ver cómo te afanas sin que yo sea ni haga nada. También me gustaría trabajar y<br />

mostrarte lo que soy y puedo hacer para que juzgues si ha valido la pena salvarme del<br />

cadalso.<br />

—Eso me complace mucho —dijo <strong>Narciso</strong>, pronunciando sus palabras aun con más precisión<br />

y claridad de lo acostumbrado—. Cuando te parezca puedes comenzar a organizar tu taller;<br />

daré orden al herrero y al carpintero de que se pongan a tus órdenes. Dispón libremente de<br />

todo el material de trabajo que aquí haya. En cuanto a lo que sea preciso hacer venir de<br />

fuera, con carreteros, hazme una lista. Y ahora, escucha; voy a decirte lo que pienso sobre<br />

ti y tus propósitos. Me concederás unos instantes para que exprese mis puntos de vista;<br />

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