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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

Al oír Lidia este suspiro, se le apretó el corazón de celos, como si hubiesen vertido en él<br />

veneno. Se incorporó de súbito, apartó las mantas, Saltó de la cama, y gritó:<br />

—¡Julia; vamonos!<br />

Julia se sobresaltó; la imprudente violencia de aquel grito, que podía denunciarlos a todos,<br />

le indicaba ya el peligro, y se levantó calladamente.<br />

Pero <strong>Goldmundo</strong>, ofendido y engañado en todos sus instintos, abrazó rápidamente a Julia<br />

en el momento que se levantaba, la besó en ambos senos y le musitó, apasionadamente, al<br />

oído:<br />

—¡Mañana, Julia, mañana!<br />

Lidia estaba en camisa y descalza; en el pavimento de piedra los dedos de los pies se le<br />

encorvaban de frío. Alzó del suelo el manto de Julia y se lo echó a la hermana sobre los<br />

hombros con un gesto doliente y humilde, que ésta no dejó de advertir, a pesar de la<br />

oscuridad, y que la llenó de emoción y la desenojó. Las dos salieron sigilosamente de la<br />

estancia y se alejaron. Lleno de sentimientos en pugna, <strong>Goldmundo</strong> las siguió con el oído y<br />

respiró con alivio cuando en la casa volvió a reinar un silencio sepulcral.<br />

De aquella singular y antinatural entrevista pasaron los tres jóvenes a una meditativa<br />

soledad, pues tampoco las hermanas, después de llegar a su dormitorio, se pusieron a<br />

conversar, sino que cada una permanecía despierta en su cama, solitaria, callada y altiva.<br />

Un espíritu de infortunio y antagonismo, un demonio de insensatez, aislamiento y confusión<br />

del ánimo parecía haberse adueñado de la casa. <strong>Goldmundo</strong> no se durmió hasta la<br />

medianoche, y Julia hasta la madrugada. Lidia seguía despierta y afligida cuando sobre la<br />

nieve apuntó el día pálido. Levantóse en seguida, se vistió, permaneció un buen rato<br />

rezando de rodillas ante su pequeño Cristo de madera, y tan pronto como percibió en la<br />

escalera los pasos de su padre, fue junto a él y le dijo que quería hablarle. Sin tratar de<br />

distinguir entre su preocupación por la doncellez de Julia y sus celos, había decidido poner<br />

término a aquel asunto. Todavía continuaban durmiendo <strong>Goldmundo</strong> y Julia, cuando el<br />

caballero sabía ya todo lo que Lidia había estimado oportuno comunicarle. La participación<br />

de Julia en la aventura se la había callado.<br />

Al presentarse <strong>Goldmundo</strong> en el gabinete de estudio, a la hora acostumbrada, vio que el<br />

caballero, a quien de ordinario encontraba en pantuflas y sayo afelpado, entregado a sus<br />

papelotes, calzaba botas, vestía jubón y llevaba la espada ceñida, y comprendió incontinenti<br />

lo que aquello significaba.<br />

—Ponte la gorra —dijo el caballero—. Tenemos que ir a alguna parte.<br />

<strong>Goldmundo</strong> cogió la gorra del clavo en que estaba colgada y, en pos de su patrón, bajó la<br />

escalera, cruzó el patio y franqueó el portón. Las suelas de sus zapatos crujían sonoras en<br />

la nieve ligeramente helada; en el cielo quedaban aún algunos arreboles del alba. El<br />

caballero marchaba delante, en silencio; el joven le seguía, volviendo repetidamente la<br />

mirada hacia el patio, hacia la ventana de su cuarto, hacia el pino tejado cubierto de nieve,<br />

hasta que todo se hundió y no fue posible ver nada más. Nunca volvería a ver aquel tejado<br />

y aquella ventana, nunca más el gabinete de estudio y la alcoba, nunca más a las dos<br />

hermanas. Aunque desde bastante atrás le rondaba el pensamiento de una repentina<br />

separación, se le encogió dolorosamente el corazón. Esta despedida le causaba amarga<br />

congoja.<br />

Así estuvieron caminando durante una hora, el patrón siempre delante, sin hablarse.<br />

<strong>Goldmundo</strong> empezó a pensar en su destino. El caballero estaba armado, tal vez fuera a<br />

matarlo. Sin embargo, no lo creía. No era grande el peligro; si echaba a correr, el anciano<br />

nada podría hacer con su espada. No, su vida no estaba en peligro. Pero aquel marchar en<br />

silencio tras el ofendido y grave caballero, aquel verse conducido, le resultaba cada vez más<br />

insoportable. Finalmente el hombre se detuvo.<br />

—Y ahora —dijo con voz quebrada— proseguirás solo, siempre en esta dirección, y tornarás<br />

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