Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
—¿Por qué me sigues? —le preguntó la dama—. ¿Qué deseas de mí?<br />
—Ah —profirió él—, más quisiera dar que recibir. Quisiera ofrecerme a ti como presente,<br />
hermosa mujer; haz de mí lo que te plazca.<br />
—Bien; veré lo que se puede hacer contigo. Mas si has creído que podías tomar aquí afuera,<br />
sin peligro, una flor, te has engañado de medio a medio. Sólo puedo amar a hombres que<br />
sean capaces de arriesgar su vida llegado el caso.<br />
—No tienes más que mandarme.<br />
Lentamente, ella se quitó del cuello una fina cadena de oro y se la entregó.<br />
—¿Cómo te llamas?<br />
—<strong>Goldmundo</strong>.<br />
—Perfectamente, <strong>Goldmundo</strong>, "boca de oro"; he de gustar tu boca para comprobar si es, en<br />
verdad, de oro. Atiende. Al anochecer, te presentarás en el palacio y, enseñando esta<br />
cadena, dirás haberla encontrado. No la darás a nadie porque quiero recobrarla de tus<br />
manos. Irás tal como estás ahora, aunque te tomen por mendigo. Si alguno de la<br />
servidumbre te trata con grosería no te alterarás. Conviene que sepas que en el palacio sólo<br />
cuento con dos personas de confianza: el palafrenero Máximo y mi doncella Berta.<br />
Procurarás ver a alguno de los dos y le dirás que te conduzca a mi presencia. Con los demás<br />
del castillo, incluido el conde, procede con cautela, son enemigos. Quedas advertido. Puede<br />
costarte la vida.<br />
Le tendió la mano y él se la tomó sonriendo, la besó con dulzura y la rozó levemente con su<br />
mejilla. Luego se guardó la cadena y partió cuesta abajo, hacia el río y la ciudad. Las colinas<br />
de viñedos estaban ya peladas, de los árboles se desprendían incesantemente hojas<br />
amarillas que quedaban flotando en el aire. Al mirar, desde lo alto, la ciudad y encontrarla<br />
tan amable y cordial, <strong>Goldmundo</strong> meneó sonriendo la cabeza. Pocos días antes estaba muy<br />
triste, triste también porque hasta la miseria y el sufrimiento fuesen pasajeros. Y ahora<br />
habían ya pasado realmente, habían caído como el dorado follaje de la rama. Parecíale que<br />
jamás había irradiado sobre él el amor como a través de aquella mujer cuya erguida figura<br />
y rubia y sonriente vitalidad le recordaba la imagen de su madre tal como la llevara en el<br />
corazón en los tiempos que estudiaba en el convento. Anteayer mismo hubiese estimado<br />
increíble que el mundo pudiera volver a sonreírle tan gozoso y sentir otra vez en la sangre<br />
el torrente de la vida, la alegría, la juventud, tan pleno e impetuoso. ¡Qué suerte que aún<br />
estuviese vivo, que en aquellos meses terribles la muerte lo hubiese respetado!<br />
Llegada la noche, acudió al palacio. En el patio, había gran animación, desensillábanse<br />
caballos, corrían mensajeros, unos sirvientes guiaban por la puerta interior y la escalera a<br />
un pequeño grupo de clérigos y dignatarios eclesiásticos. <strong>Goldmundo</strong> quiso colarse tras ellos<br />
pero el portero lo detuvo. Entonces sacó la cadena y dijo tener orden de no entregarla a<br />
nadie más que a la noble señora o a su doncella. Acompañado de un criado, hubo de<br />
esperar largo tiempo en los pasillos. Por fin apareció una mujer hermosa y ágil que pasó por<br />
su lado y le preguntó en voz baja:<br />
—¿Sois vos <strong>Goldmundo</strong>?<br />
Luego le hizo señal de que la siguiera. La dama desapareció silenciosamente por una puerta<br />
para reaparecer al cabo de un rato; con un ademán, le indicó que entrara.<br />
Hallóse en una pequeña estancia en la que se percibía intenso olor a pieles y perfumes<br />
diversos; colgaban por todas partes vestidos y mantos, en unos soportes de madera<br />
descansaban sombreros de dama, muchos zapatos de las más diversas formas se veían en<br />
un arcón abierto. En este lugar, esperó cosa de media hora; aspiraba el aroma de los<br />
vestidos, pasaba la mano por las pieles y se sonreía curioso de las lindas prendas que en<br />
derredor pendían.<br />
Al cabo se abrió la puerta que conducía al interior y esta vez no fue ya la doncella la que se<br />
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