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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

—¿Enfermo? ¿Se morirá?<br />

—No lo sé. Cosa de las piernas. Camina dificultosamente.<br />

—¿Se morirá?<br />

—No sé. Quizá.<br />

—Bueno, que se muera. Tengo que hacer la sopa. Ayúdame a partir unas astillas.<br />

Dióle un grueso leño de abeto, bien secado al calor del fogón, y un cuchillo. El joven hizo<br />

cuantas astillas le pidió y observaba cómo la vieja las iba colocando en el rescoldo y se<br />

inclinaba sobre él y lo atizaba y soplaba hasta que se encendieron. Luego fue apilando,<br />

según una exacta y esotérica ordenación, leña de abeto y haya; el fuego cobró incremento y<br />

resplandeció en la piedra del fogón, y ella, entonces, puso sobre las llamas la grande y<br />

negra caldera colgada de las tiznadas llares que pendían en la chimenea.<br />

Por mandato de la mujer, <strong>Goldmundo</strong> fue a buscar agua a la fuente, desnató la escudilla de<br />

la leche, se sentó en medio de aquella humosa penumbra; veía el danzar de las llamas y,<br />

sobre ellas, aparecer y desaparecer el rostro huesudo y arrugado de la anciana envuelto en<br />

rojo resplandor; oía al lado, tras una pared de tablas, a la vaca hurgar y dar topetazos en el<br />

pesebre. Mucho le gustaba todo esto. El tilo, la fuente, el fuego llameante bajo la caldera, el<br />

mascar y resoplar de la vaca comiendo y sus golpes sordos contra el tabique, la pieza medio<br />

a oscuras con su mesa y su banco, el trajinar de la viejecilla, todo era hermoso y bueno,<br />

olía a mantenimientos y a paz, a hombres y calor, a hogar. También estaban allí dos cabras,<br />

y por la vieja supo que en la parte de atrás había asimismo una cochiquera, y que la vieja<br />

era la abuela del labrador y la bisabuela del chiquitín. Éste, que se llamaba Kuno, entraba<br />

de cuando en cuando en la cocina y, aunque no decía palabra y miraba con un poco de<br />

miedo, no lloraba ya.<br />

Llegaron en esto el labriego y su mujer, quienes se sorprendieron mucho de hallar a un<br />

extraño en la casa. El labriego iba ya a desatarse en improperios, y, lleno de recelo, cogió al<br />

mozo por un brazo y lo llevó a la puerta para verle la cara a la luz del día; entonces se echó<br />

a reír, le dio una amistosa palmadilla en el hombro y lo invitó a comer con ellos. Sentáronse<br />

todos; cada cual mojaba su pan en la común escudilla de leche hasta que la leche llegó casi<br />

a agotarse; el resto se lo bebió el labrador.<br />

<strong>Goldmundo</strong> preguntó si le permitían quedarse hasta el día siguiente y dormir bajo el techo<br />

de la cabana. El hombre le dijo que no, que no había sitio, pero que afuera abundaba el<br />

heno y podía encontrar un buen lugar donde acostarse.<br />

la labradora tenía al pequeño a su lado y no intervenía en la conversación, pero durante la<br />

comida sus ojos curiosos no se apartaron del joven forastero. Su cabello y su mirada le<br />

habían hecho impresión desde el primer momento; luego había ido observando también con<br />

complacencia su hermoso cuello blanco, sus manos tersas y distinguidas, de graciosos y<br />

sueltos movimientos. Gallardo y distinguido era aquel extraño; y, además, ¡tan joven! Pero<br />

lo que más le atraía y enamoraba era su voz, aquella moza voz de varón levemente<br />

cantarína, cálida, suavemente cautivadora, que sonaba como una caricia. Hubiérale gustado<br />

seguir oyendo aquella voz por largo rato.<br />

Después de la comida, el labrador se fue a trajinar al establo; <strong>Goldmundo</strong> salió al exterior,<br />

se lavó las manos en la fuente, y luego se sentó a su vera gozando de su frescor y su<br />

murmullo. Estaba perplejo; nada se le perdía allí y, sin embargo, le desplacía tener ya que<br />

partir. En aquel momento se acercó la labradora con un cubo en la mano, el que colocó bajo<br />

el chorro dejando que el agua rebosara. Y dijo a media voz:<br />

—Oye: si esta noche estás aún cerca, te llevaré de comer. Allá, tras de aquel gran cebadal,<br />

hay heno que no se recogerá hasta mañana. ¿Estarás?<br />

El joven fijó la vista en aquel rostro pecoso, aquellos brazos robustos que retiraban el cubo;<br />

los ojos claros y grandes de la mujer tenían un mirar ardiente. Él le sonrió y asintió con la<br />

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