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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

Pero aquel parecía ser un día de decisiones y descubrimientos. Cuando Catalina apareció en<br />

la ventana y le sonrió con su semblante duro y un tanto tosco y cuando él extendió la mano<br />

para hacerle la señal acostumbrada, se acordó, de pronto, de las otras veces que había<br />

estado también allí esperando. Y con enfadosa nitidez vio, por anticipado, todo lo que iba a<br />

acontecer en los instantes siguientes: la moza advertiría su señal y se retiraría, y poco<br />

después aparecería en la puerta trasera de la casa con algún embutido en la mano, y él<br />

recogería su presente al tiempo que la acariciaba un poco y la estrechaba contra sí, tal<br />

como ella lo esperaba. .. y súbitamente aquello le pareció inmensamente estúpido y feo, el<br />

repetir una vez más todo aquel proceso mecánico de cosas ya conocidas y desempeñar en<br />

él su papel, tomar la salchicha, sentir el contacto de aquellos abundantes senos y apretarlos<br />

un poco como para corresponder al obsequio. De repente, creyó distinguir en la cara<br />

bondadosa y tosca de la mujer un gesto de insulsa rutina, en su sonrisa amable algo<br />

demasiadamente conocido, algo mecánico y sin misterio, algo indigno de él. No terminó la<br />

acostumbrada seña de la mano y en su rostro se heló la sonrisa. ¿La amaba todavía, seguía<br />

apeteciéndola de veras? No, había ya estado aquí demasiadas veces, había visto<br />

demasiadas veces aquella sonrisa siempre igual y respondido a ella sin íntimo fervor. Lo que<br />

aun ayer hubiese podido hacer sin reparo, resultábale ahora, de golpe, imposible. La moza<br />

continuaba allí, mirándole, cuando él se volvió y desapareció de la calleja, decidido a no<br />

presentarse más por aquel lugar. ¡Que otro acariciara aquellos pechos! ¡Que otro se comiera<br />

aquellas sabrosas salchichas! ¡Cuánto se tragaba y se derrochaba cada día en esta opulenta<br />

y satisfecha ciudad! ¡Qué podridos, qué dados a la molicie, qué exigentes eran estos<br />

cebados burgueses por causa de los cuales cada día se sacrificaban tantas cerdas y terneras<br />

y se sacaban del río tantos bellos e infelices peces! Y él mismo, ¡Cuan amigo de la molicie y<br />

cuan corrompido, y qué repugnante semejanza tenía ahora con estos gordos burgueses! En<br />

el peregrinar, en el campo nevado, una ciruela reseca o un mendrugo eran más deliciosos<br />

que todo un banquete de gremio en esta vida holgada. ¡Oh peregrinar, oh libertad, oh<br />

campos bañados por la luna y rastros de animales cuidadosamente examinados en la hierba<br />

mañanera, gris y húmeda! ¡Aquí, en la ciudad, entre los hombres sedentarios, todo era tan<br />

fácil y costaba tan poco, hasta el amor! Estaba ya harto de estas cosas, le daban asco. Esta<br />

vida había perdido su sentido, era un hueso sin médula. Fue hermosa y tuvo un sentido<br />

mientras el maestro era un modelo e Isabel una princesa; fue soportable mientras trabajaba<br />

en su San Juan. Ahora eso había terminado, se había disipado el aroma, la flor estaba<br />

mustia. En oleada impetuosa, le asaltó el sentimiento de la caducidad que, a las veces, le<br />

atormentaba y embriagaba hondamente. Rápidamente se marchitó todo, rápidamente se<br />

extinguió todo goce y sólo restaban huesos y polvo. Una cosa quedó, sin embargo: la Madre<br />

eterna, la Madre primera y eternamente joven con su triste y cruel sonrisa. Tornaba a verla<br />

por momentos: una giganta, con estrellas en la cabellera, soñando sentada en los confines<br />

del mundo; y, como jugando, cogía flor tras flor, vida tras vida, y las dejaba caer<br />

lentamente en lo insondable.<br />

Por aquellos días, mientras <strong>Goldmundo</strong> veía extinguirse tras de sí un marchito trozo de vida<br />

y vagaba por aquella comarca, para él tan familiar, el maestro Nicolao se preocupaba con<br />

gran empeño por su futuro y por reducir definitivamente a la vida sedentaria a aquel<br />

inquieto huésped. Logró que el gremio concediera a <strong>Goldmundo</strong> el diploma de maestría y<br />

meditaba en el proyecto de retenerlo a su lado de modo permanente, no como subordinado<br />

sino como colaborador, consultándole y ejecutando con él todos los encargos de importancia<br />

y partiendo con él los beneficios de estos trabajos. Podía suponer un riesgo, incluso por<br />

Isabel, pues el joven, naturalmente, no tardaría en ser su yerno. Pero una imagen como la<br />

de San Juan ni el mejor de cuantos ayudantes había tenido sería jamás capaz de hacerla; y,<br />

por otra parte, él mismo iría envejeciendo y descaecerían su imaginación y su potencia<br />

creadora y no quería que su famoso taller descendiera al nivel de la artesanía vulgar y<br />

corriente. No sería fácil entenderse con aquel <strong>Goldmundo</strong>, pero tenía que intentarlo.<br />

Tales cálculos se hacía, preocupado, el maestro. Dispondría arreglar y ampliar para<br />

<strong>Goldmundo</strong> el taller del fondo y aparejarle la buhardilla; y también le regalaría un traje<br />

nuevo y elegante para su recepción en el gremio. Inquirió también con circunspección el<br />

parecer de Isabel, quien, desde aquel almuerzo, esperaba algo por el estilo. E Isabel no se<br />

oponía. Si el muchacho se asentaba y era nombrado maestro, lo aceptaba de buen grado.<br />

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