Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
un defecto y mengua de toda la actividad intelectual, aunque no pudo retener la idea, el<br />
caracol se le deslizó de los dedos, se sintió cansado y soñoliento. Con la cabeza inclinada<br />
sobre sus hierbas, que, al marchitarse, empezaron a despedir aroma, cada vez más fuerte,<br />
se quedó dormido al sol. Los lagartos corrían confiados por sus zapatos, en sus rodillas se<br />
mustiaban las plantas y, junto al arce, Careto esperaba, ya impaciente.<br />
Del bosque lejano llegó una persona, una joven en saya azul desteñida, un pañueluco rojo<br />
anudado alrededor del negro cabello, con el rostro tostado del verano. La mujer se acercó<br />
con un atado en la mano y un pequeño clavel rojo ardiente en la boca. Al descubrir a aquel<br />
joven sentado, lo observó largo rato desde lejos, advirtió, entre curiosa y desconfiada, que<br />
dormía, se aproximó cautelosamente con pies morenos y desnudos, se detuvo muy cerca de<br />
él y se quedó mirándolo. Desapareció su recelo, el bello garzón durmiente no tenía aspecto<br />
peligroso y le agradaba... ¿Cómo había venido a dar aquí, a estos barbechos? Había<br />
recogido flores, ella las contemplaba sonriéndose, estaban ya medio marchitas.<br />
<strong>Goldmundo</strong> abrió los ojos, retornando de bosques de ensueño. Su cabeza descansaba<br />
blandamente, descansaba en el regazo de una mujer, y unos ojos extraños y cercanos<br />
miraban cálidos y pardos a los suyos medio dormidos y asombrados. No se asustó, nada<br />
había que temer, aquellas estrellas cálidas y pardas tenían un dulce fulgor. La mujer se<br />
sonrió bajo su sorprendida mirada, se sonrió con gran dulzura, y, lentamente, también él<br />
empezó a sonreír. Sobre sus labios sonrientes descendió la boca de la joven, y se saludaron<br />
con un beso suavísimo que hizo recordar a <strong>Goldmundo</strong> en seguida aquella noche en el<br />
pueblo y la muchachuela de las trenzas. Pero el beso no había terminado. La boca femenina<br />
se demoraba en la suya, seguía jugueteando, insistía, cautivaba, se adueñó de sus labios<br />
con fuerza y avidez, se adueñó de su sangre y la despertó hasta lo más hondo, y, en el<br />
largo y mudo juego, aquella mujer morena, adiestrándolo poco a poco, se entregó al<br />
muchacho, le dejó buscar y encontrar, lo enardeció y apaciguó su ardor. La deliciosa y<br />
breve dicha del amor se extendió sobre él, resplandeció dorada y abrasadora, declinó y se<br />
apagó. <strong>Goldmundo</strong> estaba tendido con los ojos cerrados y la cara en el pecho de la mujer.<br />
No se había pronunciado ni una sola palabra. Ella permanecía tranquila, le acariciaba el<br />
cabello, le dejó despertarse lentamente. Finalmente, el mozo abrió los ojos.<br />
—¡Tú! —dijo—. ¡Tú! ¿Quién eres tú?<br />
—Soy Elisa —respondió ella.<br />
—Elisa —repitió el joven paladeando el nombre—. Elisa, eres encantadora.<br />
Ella le acercó la boca al oído y susurró:<br />
—Oye, ¿ha sido la primera vez? ¿No has amado antes a ninguna otra?<br />
<strong>Goldmundo</strong> movió negativamente la cabeza. Luego se levantó de pronto y paseó a su<br />
alrededor la mirada por el campo y el cielo.<br />
—¡Ah! —exclamó—, el sol está ya muy bajo. Tengo que volver. —¿Adonde?<br />
—Al convento, junto al padre Anselmo.<br />
—¿A Mariabronn? ¿Vives allí? ¿No quieres quedarte un poco más conmigo?<br />
—Bien me gustaría.<br />
—¡Quédate pues!<br />
—No, no estaría bien. Debo recoger todavía más hierbas.<br />
—¿Estás en el convento?<br />
—Sí, soy alumno. Pero me marcharé de allí. ¿Puedo ir a tu lado, Elisa? ¿Dónde vives, dónde<br />
tienes tu casa?<br />
—No vivo en ninguna parte, tesoro mío. ¿Querrías decirme tu nombre?... Ah, ¿Conque te<br />
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