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Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

defen-<br />

derse, mas, al fin, consiguió dominar a su adversario y éste echó a correr, maldiciendo,<br />

hacia la aldea; la joven hacía ya rato que había huido. <strong>Goldmundo</strong>, temiendo la gresca, no<br />

fue al lugar donde pensara pasar la noche, sino que siguió paseando a la luz de la luna, por<br />

un mundo callado y plateado, muy contento, satisfecho de la fortaleza de sus piernas, hasta<br />

que el rocío le lavó el blanco polvo de los zapatos y, sintiéndose de pronto fatigado, se<br />

acostó bajo el árbol más cercano y se quedó dormido. Era ya día avanzado cuando le<br />

despertó un cosquilleo que sintió en la cara; entre sueños, se pasó la mano para librarse de<br />

la molestia y tornó a dormirse; pero a poco volvió a despertarle el mismo cosquilleo.<br />

Hallábase ante él una moza campesina que le miraba y le hacía cosquillas con el extremo de<br />

una varita de mimbre. Se levantó tambaleante, ambos se hicieron sonriendo gestos<br />

afirmativos con la cabeza y la moza condujo a <strong>Goldmundo</strong> a un cobertizo donde podía<br />

dormirse con más comodidad. Durmieron un rato, uno junto al otro, y luego ella salió, para<br />

volver instantes después con un cantarillo de leche recién ordeñada. <strong>Goldmundo</strong> regaló a la<br />

muchacha una cinta del pelo de color azul que había encontrado recientemente en la calleja,<br />

y volvieron a besarse antes de que el joven partiera. Llamábase Francisca y la dejó con<br />

pena.<br />

Al atardecer de aquel día diéronle albergue en un convento, y en la mañana siguiente asistió<br />

a misa; en su corazón agitábanse, por modo extraño, innumerables recuerdos: el olor del<br />

aire fresco, confinado en piedra, de la nave y el chacolotear de las sandalias en las baldosas<br />

le resultaban conmovedoramente familiares. Cuando, terminada la misa, la iglesia<br />

conventual quedó en silencio, <strong>Goldmundo</strong> continuaba arrodillado; percibía en el corazón una<br />

extraña emoción, había soñado mucho por la noche. Sentía el deseo de librarse de algún<br />

modo de su pasado, de cambiar de algún modo su vida, no sabía por qué; tal vez era el<br />

recuerdo de Mariabronn y de su piadosa juventud lo que lo movía. Ansiaba confesarse y<br />

purificarse; muchos pequeños pecados, muchos pequeños vicios tenía que confesar, pero lo<br />

que más le abrumaba era la muerte de Víctor. Dio con un padre, le confesó sus culpas, esto<br />

y lo otro, pero, sobre todo, lo de las puñaladas en el cuello y la espalda del pobre Víctor.<br />

¡Cuánto tiempo hacía que no se confesaba! Parecíale enorme el número y la gravedad de<br />

sus pecados, estaba dispuesto a cumplir una severa penitencia. Pero dijérase que el padre<br />

conocía la vida de los vagabundos, no se horrorizaba, escuchaba en calma, censuraba y<br />

amonestaba con seriedad y benevolencia sin pensar en una condenación.<br />

Con el alma aliviada, se levantó <strong>Goldmundo</strong>, hizo en el altar los rezos que el padre le<br />

ordenara, y, cuando se disponía a abandonar el templo, entró por una de las ventanas un<br />

rayo de sol y su mirada lo siguió, y entonces vio, en una de las capillas laterales, una<br />

imagen que le impresionó y atrajo con tal fuerza que se volvió hacia ella con ojos amantes y<br />

se quedó contemplándola lleno de devoción y profundamente emocionado. Era una virgen<br />

de madera que se inclinaba hacia adelante con inmensa ternura y suavidad; y la manera<br />

como le caía de los hombros el manto azul, y como extendía la delicada mano de doncella, y<br />

como miraban los ojos y se combaba la graciosa frente sobre una boca dolorida, todo tenía<br />

una expresión tan viva, tan bella, íntima y animada, que <strong>Goldmundo</strong> creía no haber visto<br />

jamás nada semejante. No se cansaba- de contemplar aquella boca, aquel dulce, íntimo<br />

movimiento del cuello. Parecíale estar viendo algo que a menudo había ya visto en sueños y<br />

presentimientos que con frecuencia había anhelado. Varias veces se volvió para irse, pero el<br />

hechizo de aquella imagen siempre lo retenía.<br />

Cuando, por fin, se decidió a partir encontró tras de sí al padre que le había confesado.<br />

—Es hermosa, ¿verdad? —le preguntó amablemente.<br />

—Hermosísima —dijo <strong>Goldmundo</strong>.<br />

—Así opinan algunos —declaró el religioso—. Otros, sin embargo, estiman que no es una<br />

imagen adecuada de la Madre de Dios, que es demasiado moderna y terrenal, y que en ella<br />

todo es exagerado y falso. Sobre esto hay muchas discusiones. A ti, pues, te agrada; me<br />

alegro. Hace un año que está en nuestra iglesia, la donó un protector de nuestra casa. Es<br />

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