Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres
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Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />
un hombre piadoso ni un erudito, sino crear obras de arte; y la circunstancia de que el viejo<br />
hogar de su mocedad debiese ser el hogar de esas obras, lo llenaba de dicha.<br />
Iban cabalgando a través de aquellos frescos finales del otoño; y cierto día, en cuya<br />
mañana los árboles pelados se doblaban cargados de escarcha, pasaron por una tierra<br />
dilatada y ondulada, con zonas pantanosas vacías y rojizas, y en la que las líneas de las<br />
largas cadenas de montañas le resultaban notablemente evocadoras y familiares. Vino luego<br />
un bosque de altos fresnos y un arroyo y un viejo granero, y <strong>Goldmundo</strong>, al verlos, sintió<br />
que un gozoso temor le atormentaba el corazón; reconoció la colina que cierta vez había<br />
cruzado a caballo con Lidia, la hija del caballero, y la pradera por la que un día se alejara,<br />
expulsado y hondamente afligido, en medio de una mansa nevada. Surgieron los grupos de<br />
alisos y el molino y el castillo; reconoció, sintiendo un extraño dolor, la ventana del gabinete<br />
de estudio en el que entonces, en los tiempos de su legendaria mocedad, oía referir al<br />
caballero sus peregrinaciones y le corregía su latín. Entraron en el patio, pues aquel era uno<br />
de los puntos de parada que se habían previsto. <strong>Goldmundo</strong> pidió al abad que no mentaran<br />
aquí su nombre y que le dejara comer con la servidumbre de la casa y el palafrenero. Y así<br />
fue. Ya no estaban allí el anciano caballero ni Lidia, aunque sí quedaban todavía algunos de<br />
los monteros y criados de antaño; y en la casa vivía y mandaba, en compañía de su esposo,<br />
una señora muy hermosa, altiva y dominadora: Julia. Seguía siendo maravillosamente bella,<br />
muy bella, y de aire un tanto maligno; ni ella ni los sirvientes reconocieron a <strong>Goldmundo</strong>.<br />
Éste, luego de cenar, a punto que anochecía, se escabulló al jardín, contempló, por encima<br />
del vallado, los arriates ya invernales, luego se asomó a la puerta de la cuadra y echó una<br />
mirada a los caballos. Durmió en la paja con el palafrenero, y la carga de los recuerdos que<br />
le abrumaba el pecho lo despertó muchas veces. ¡Cuan destrozada e infructuosa aparecía su<br />
vida pasada, rica en espléndidas imágenes, ciertamente, pero rota en tantos pedazos, tan<br />
poco valiosa, tan pobre en amor! En la mañana siguiente, al reanudar la marcha, alzó la<br />
mirada hacia las ventanas por si lograba ver a Julia otra vez. De modo semejante había<br />
paseado los ojos a su alrededor poco antes, en el patio del palacio episcopal, esperando que<br />
Inés se le mostrara una vez más. No había venido, y Julia tampoco apareció. Así, se le<br />
antojaba, había sido toda su vida: despedida, huida, olvido, esperar con las manos vacías y<br />
el corazón aterido. Todo el día le persiguió este pensamiento, no hablaba palabra, colgaba<br />
en la silla desmadejado y sombrío. <strong>Narciso</strong> no interrumpió su ensimismamiento.<br />
Se acercaban a su punto de destino. Alcanzáronlo al cabo de algunos días. Poco antes de<br />
que se distinguieran la torre y los tejados del convento, atravesaron aquellos barbechos<br />
pedregosos en que una vez —¡oh, qué lejano quedaba ya!— buscara corazoncillos para el<br />
padre Anselmo y la gitana Elisa lo había hecho hombre. Por fin franquearon el portón de<br />
Mariabronn y descabalgaron bajo el exótico castaño. <strong>Goldmundo</strong> acarició el tronco con<br />
ternura y se agachó a coger uno de los espinosos erizos abiertos que yacían por el suelo<br />
morenos y marchitos.<br />
CAPITULO XVIII<br />
<strong>Goldmundo</strong> moró los primeros días en el mismo convento, en una de las celdas destinadas a<br />
los huéspedes. Luego, por petición suya, se le aposentó en uno de los edificios<br />
administrativos que rodeaban, como un mercado, el gran patio, frente por frente de la<br />
herrería.<br />
La emoción del retorno se adueñó de su ser con tan arrebatado encantamiento que él<br />
mismo se maravillaba. Nadie le conocía allí fuera del abad, nadie sabía quién era; los<br />
hombres que en aquella casa moraban, tanto frailes como legos, sujetos a una regla severa<br />
y muy ocupados, lo dejaban en paz. Pero lo conocían los árboles del patio, las puertas y<br />
ventanas, el molino y la noria, las baldosas de los corredores, los rosales mustios del<br />
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