08.05.2013 Views

Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

Narciso Y Goldmundo - AMPA Severí Torres

SHOW MORE
SHOW LESS

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

Hermann Hesse <strong>Narciso</strong> Y <strong>Goldmundo</strong><br />

sino también de una manera profunda y amorosa, otoñal y harta, y en la proximidad del<br />

morir, la lamparilla de la vida ardía con más claro e íntimo resplandor. Si para otros la<br />

muerte era un guerrero, un juez o un verdugo o un padre severo, para él era, también, una<br />

madre y una amante, su llamada un reclamo de amor, un estremecimiento de amor su<br />

contacto. Cuando Goídmundo hubo contemplado a su placer la pintada danza de la muerte y<br />

siguió adelante, reavivóse en él el anhelo de volver al lado del maestro y a la tarea<br />

creadora. Pero, por todas partes, nuevas escenas y experiencias lo obligaban a detenerse,<br />

aspiraba el aire de la muerte temblándole las aletas de la nariz; por todas partes, la<br />

compasión o la curiosidad interrumpían por algunas horas su marcha. Durante tres días le<br />

acompañó un rapazuelo aldeano, pequeño y llorón, al que llevaba a cuestas horas enteras,<br />

una criatura famélica de cinco o seis años que le dio mucho trabajo y del que a duras penas<br />

pudo separarse. Finalmente, una carbonera se hizo cargo de el; habíale muerto el marido y<br />

quería tener de nuevo a alguien consigo. Luego le siguió por espacio de varios días un perro<br />

sin dueño; comía en su mano, le daba calor cuando dormía; pero una mañana desapareció.<br />

Lo sintió mucho, se había acostumbrado a conversar con él; a veces le dirigía filosóficas<br />

pláticas, que duraban hasta media hora, sobre la maldad de los hombres, la existencia de<br />

Dios, el arte y los pechos y caderas de cierta joven, hija de un caballero, que se llamaba<br />

Julia, y a la que él había conocido en su mocedad. Pues, naturalmente, en su peregrinar por<br />

el país de la muerte, <strong>Goldmundo</strong> se había vuelto un poco loco; todos los que se encontraban<br />

en la zona de la peste estaban un poco locos y muchos de remate. Quizá también lo estaba<br />

la judía Rebeca, una bella muchacha morena de ojos ardientes con la que se entretuvo dos<br />

días. La topó en el campo, cerca de una pequeña ciudad, acurrucada junto a un montón de<br />

escombros carbonizados, llorando a gritos, dándose puñadas en el rostro y tirándose de los<br />

negros cabellos. <strong>Goldmundo</strong> sintió piedad de sus cabellos, pues eran muy hermosos, y le<br />

sujetó las manos furiosas y le dirigió palabras de consuelo; y advirtió entonces que su cara<br />

y su figura eran también de gran belleza. Lloraba por su padre, a quien las autoridades<br />

habían ordenado quemar con otros catorce judíos, pero ella había podido escapar, y luego<br />

había retornado desesperada y ahora deploraba el no haberse dejado quemar con los<br />

demás. Con paciencia, <strong>Goldmundo</strong> le agarraba las manos contraídas y le hablaba<br />

dulcemente; en tono compasivo y protector, le ofreció su ayuda. Ella le pidió que le ayudara<br />

a enterrar a su padre y ambos recogieron, de entre las cenizas aún calientes, todos los<br />

huesos, los llevaron a campo traviesa hasta un paraje escondido y los cubrieron de tierra.<br />

Entretanto, había caído la noche y <strong>Goldmundo</strong> buscó un lugar para dormir; en un pequeño<br />

robledo arregló un lecho rústico para la joven, le prometió que permanecería en vela y oyó<br />

que ella, tendida ya, lloraba y sollozaba, hasta que, por fin, se adormeció. También él<br />

durmió un poco, y a la mañana siguiente inició su cortejo. Dijo a la joven que no podía<br />

quedarse allí sola, que descubrirían que era judía y la matarían, o que, si no, algún<br />

viandante desalmado abusaría de ella; eso sin contar que en el bosque hay lobos y gitanos.<br />

En consecuencia, la invitaba a seguir en su compañía; la protegería de los lobos y los<br />

hombres, pues le daba lástima verla tan desamparada, sería muy bueno con ella; como<br />

sabía distinguir y apreciar la belleza, jamás permitiría que aquellos dulces párpados<br />

inteligentes y aquellos hombros encantadores fuesen devorados por los animales o<br />

arrojados a la hoguera. La joven lo escuchó con expresión ceñuda, se enderezó de golpe y<br />

huyó. Hubo de perseguirla y apresarla para poder continuar.<br />

—Rebeca —le dijo—, ya ves que no abrigo malas intenciones hacia ti. Estás contristada,<br />

piensas en tu padre, ahora no quieres saber nada de amor. Pero mañana o más tarde<br />

volveré a preguntarte sobre estas cosas, y entretanto, te protegeré y te traeré de comer y<br />

no te tocaré. Continúa triste todo el tiempo que sea menester. A mi lado podrás estar triste<br />

o contenta, nunca harás sino lo que te proporcione alegría.<br />

Fue hablar al aire. No quería hacer nada, díjole terca e iracunda, que le proporcionara<br />

alegría, sino lo que trajera dolor; nunca más pensaría en cosa que se pareciera a la alegría,<br />

y si la devoraban los lobos tanto mejor. Y en cuanto a él, que se fuera, no había remedio,<br />

ya habían hablado demasiado.<br />

—¿Acaso no ves —profirió él— que por doquiera se halla la muerte, que en todas las casas y<br />

ciudades muere la gente, que todo está lleno de aflicción? El furor de los mentecatos que<br />

Página 103 de 145

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!