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manuEl VázquEz Portal<br />
en la guerrilla del che en Bolivia”, agregué. Alzó la cabeza. Me miró. Lo noté<br />
orgulloso. Fui más a fondo. “Y su cuerpo pequeño de capitán valiente” cité de<br />
memoria el verso de Pablo Neruda que Ernesto Guevara usara en su diario para<br />
describir la muerte del capitán Eliseo Reyes. Vi ufanía en sus ojos. Cuando se<br />
les ataca con sus propias armas son muy vulnerables. La vanidad sedimentada<br />
en ellos por la propaganda heroica los incapacita. La Seguridad del Estado<br />
cubana padece de ese esquemático mal. Por los seudónimos que usan se puede<br />
hacer un acercamiento primario a su esquema de pensamiento individual. Los<br />
gueváricos se autonombran Ernesto, Intí, Rolando; los bíblicos, Moisés, Jesús,<br />
Pablo; los stalinistas, Vladimir, Igor, Pavel. Ramiro Tamayo Gómez, el jefe de<br />
enfrentamiento a la contrarrevolución en la provincia Santiago de Cuba, oriundo<br />
de Contramaestre, de origen campe<strong>sin</strong>o, muy pobre, y educado en academias<br />
militares desde la infancia pertenecía a los gueváricos. Mientras él pretendía<br />
engatusarme con el supuesto suntuoso piscolabis yo trataba de penetrarlo psi-<br />
cológicamente. Ya tenía un primer indicio: era fan de su guerrillero heroico.<br />
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Roberto comía con fruición, con glotonería. Había en sus ademanes exage-<br />
rados como una mimesis de perro famélico. Quería contagiarme su entusiasmo<br />
por los alimentos. Ramiro insistía en que yo también comiera. Le dije que lo que<br />
hacían se llamaba tortura psicológica. Noté en Roberto entonces una fruición<br />
redoblada. Se proponía quebrarme. Pasé a la ofensiva. Comencé a hablar de<br />
métodos de supervivencia. Expliqué a qué sabían los lagartos, lo pegajosos que<br />
resultaban los gusanos de la madera podrida, de la gran cantidad de proteínas<br />
que podrían aportar las cucarachas en caso de que el cuerpo humano pudiera<br />
<strong>sin</strong>tetizarla. Nada asqueaba a Roberto. Mientras yo describía mi prontuario de<br />
inmundicias él devoraba con deleite. Dejó sobre el plato plástico un montón<br />
de huesos roídos.<br />
Ramiro abandonó la hieratez inicial. Se veía más relajado. Hablaba con más<br />
soltura. Comenzó a creer que estábamos entre compinches. Mis conocimientos<br />
sobre su ídolo, y su ideología lo hicieron enrumbar mal su pensamiento. Co-<br />
mencé a ser para él una especie de oveja descarriada que había que retornar al<br />
redil. Cuando se convenció de que no comería, me ofreció café. Le respondí que<br />
ningún alimento y le solicité cigarrillos. Fue muy bondadoso -con la propiedad<br />
estatal, claro está- ordenó a Roberto fuera buscar dos paquetes a la dirección<br />
de aseguramientos del penal. Fumé <strong>sin</strong> administración. La conversación sería