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Escrito sin permiso - Cadal

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“Todo”, respondió.<br />

<strong>Escrito</strong> <strong>sin</strong> PErmiso<br />

“Qué capricho ese de que uno no tenga un bolso decente o una valija para<br />

guardar las cosas”, pensé mientras ordenaba mis pertenencias dentro mis sacos<br />

de nylon blanco que volverían a ser blancos de las burlas de los transeúntes que<br />

me vieran pasar como un loco o un mendigo. Sonreí recordando a la señora<br />

que exclamara, en mi anterior ingreso, ¡Ñooo, a ese lo botaron de su casa”!<br />

Llegamos al hospital ya atardeciendo. Me recibieron en el cuerpo de guar-<br />

dia dos médicos muy jóvenes: Pupi, quien me había recibido la vez anterior,<br />

y Novelia Mendina, una muchacha de ojos seductores, sonrisa contagiosa,<br />

cejas de mora, pelo renegrido y delgadez de balletista. Me auscultaron. Presión<br />

alta. Cada vez que viajo en el carro celular me mareo y me sube la presión.<br />

Furosemida. Nueva radiografía. Nuevo electrocardiograma. El miocardio bien.<br />

La bula enfisematosa en su lugar. Los médicos discuten con los guardianes.<br />

No hay criterio de ingreso. Los guardianes no saben qué explicar. Esta vez<br />

no vino con nosotros nadie de la Seguridad. Tomo la palabra. Ya le he hecho<br />

algunos chistes a Pupi y regalado algunos piropos a Novelia, me siento en<br />

confianza.<br />

“No se preocupen, ingrésenme. Es una orden, ya saben… La relación entre<br />

política y salud”, les digo. Se ríen.<br />

Ya estoy reclinado nuevamente sobre mi cama 48 de la sala de penados del<br />

hospital Ambrosio Grillo recordando las visitas del teniente coronel rubicundo,<br />

gestos de guapetón barato, ojillos azules, barriguita cervecera, mientras Raumel<br />

Vinajera le grita: “¡Oye, coñoetumadre, vete a amenazar a lojombre a otro lao<br />

que aquí nadie come miedo!”, y espantando las moscas que han alzado el vuelo<br />

desde una escupidera y pretenden posarse en mi rostro.<br />

Me recibieron las mismas enfermeras de la otra vez, los mismos guardianes,<br />

las mismas mujeres que limpian el piso y se alegran de mi retorno porque ten-<br />

drán aromatizante, las mismas duchas de aguas con olor pantanoso, los mismos<br />

inodoros <strong>sin</strong> mecanismos de descarga, el mismo televisor desenfocado y a cinco<br />

metros de los ojos tras las rejas, los mismos análisis de mi sangre, de mi orina,<br />

de mis heces, de mi corazón –¡Ah, músculo emputecido con tanta poesía!-, de<br />

mi pulmón averiado por el humo fatal del cigarrillo, la misma sonrisa amable<br />

del Dr. Mesa, la misma tristeza en los ojos de la Dra. Cuba, esta vez acentuada<br />

por el fallecimiento de su madre.<br />

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