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<strong>Escrito</strong> <strong>sin</strong> PErmiso<br />
a defacer los entuertos entre Arrate y yo, entre la cárcel y yo, entre el gobierno<br />
y yo.<br />
Primer acuerdo: yo me tomo un yogurt que Adrián ha conseguido de el que<br />
le brindan a los trabajadores del hospitalito de la cárcel, depongo la huelga, y<br />
él hace las gestiones para que mi familia me traiga mi jaba, completa. Segundo<br />
Acuerdo: Llamo por teléfono apenas amanezca y aviso a mi familia.<br />
Hablo con Yolanda por teléfono. Le oculto lo del dolor, lo del brazo inflado<br />
por el suero ido de vena. No quiero preocuparla. Le exijo, casi le ordeno que<br />
no venga ella a traerme la jaba. Sería otro calvario, con su silla de ruedas, su<br />
pierna escayolada, el viaje desde La Habana hasta Santiago. Le ruego que se<br />
cuide, que haga reposo, que deje de participar en las actividades de Las Damas<br />
de Blanco, por lo menos, hasta que se haya repuesto un tanto. Viene mi herma-<br />
na Xiomara con la esposa de mi sobrino Darío. Ramiro las atiende y tiene la<br />
magnanimidad de permitirles verme. Me llevan nuevamente a la oficina de la<br />
mesa oval. Ramiro anda atildado con todas las prendas que trajo de Venezuela.<br />
Xiomara se divierte mucho cuando yo mortifico a Ramiro:<br />
“Estás hecho un mercenario, fuiste a Venezuela detrás de la pacotilla”.<br />
Ramiro enrojece. Pero no se altera. Poco a poco se ha ido inmunizando<br />
contra mis provocaciones, y además, noto que, en el fondo, está orgulloso de<br />
su botín.<br />
Xiomara trajo un verdadero cargamento. Ramiro decide que una parte se quede<br />
bajo custodio de la dirección de penal. Acepto. A fin de cuentas ya los pertrechos<br />
están al alcance de mi mano. Voy a mi celda más tranquilo. Ha sido un día de<br />
mucho ajetreo. Por la mañana me habían llevado al hospital Saturnino Lora en la<br />
Ciudad de Santiago. Dos guardianes me condujeron en un carro celular. Llegué al<br />
departamento de radiología con mi uniforme y mis esposas de preso. Los pacien-<br />
tes que esperaban me miraban como si hubieran visto aparecer al mismísimo Al<br />
Capone. En mi vida me había sentido observado con más recelos. Arrate apareció.<br />
Quiso saludarme. Me tendió la mano. Le dije, rechazando su cortesía, que él no<br />
podía siquiera saludarme. La doctora Lalín (así la nombran con mucho cariño y<br />
respeto todos los médicos, ha sido profesora de todos ellos) me había indicado<br />
otra radiografía de torax. Después de mi huelga vino a examinarme. Quedé fas-<br />
cinado con su delicadeza y su cultura. Es una de las mujeres más sabias y más<br />
dulce que he conocido. Me auscultó a fondo. Me explicó, con lujo de detalle mi<br />
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