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<strong>Escrito</strong> <strong>sin</strong> PErmiso<br />
Por eso, cuando en octubre de 2002 me dieron la Tarjeta Blanca, la recibí<br />
con poco entusiasmo. Sabía que detrás de esa supuesta concesión se ocultaba la<br />
ponzoña. Dejé de creer en las buenas intenciones, y costumbres, del gobierno<br />
castrista hace mucho tiempo. Sin embargo Yolanda, temerosa por mi seguri-<br />
dad, y Gabriel, ufano porque el esperado viaje se concretaría, me impulsaron<br />
a admitir que sería posible.<br />
Viajé a Morón, un pueblecito emprendedor, romántico, al Norte de la antigua<br />
provincia Camagüey, donde nací. Me reuní con mis hermanos, que aún viven<br />
allí, y les conté. No tenía un centavo. Los costos que el gobierno imponía se<br />
elevaban a los mil ochocientos dólares. Yo había agotado todos mis ahorros<br />
del negocio de libros de uso en la Plaza de Arma mientras esperaba y ahora<br />
me encontraba en una encrucijada abrumadora. Arturo y Darío se miraron con<br />
complicidad. Sonrieron. “Se jodió el almendrón” Dijo Arturo, “¿Qué le vamos<br />
a hacer? Dijo Darío.<br />
El almendrón era un Chevrolet de 1957, <strong>sin</strong> columnas. Cuba es un museo<br />
viviente de almendrones. Se vendió. Me entregaron 48 000 pesos cubanos.<br />
Regresé a La Habana confiando en que no tuviera que comerme también<br />
este dinero. Pero había otro escollo. Debía convertir esa moneda, casi inservible,<br />
en divisa. La Plaza de Arma volvió a auxiliarme. Los amigos que conseguí en<br />
mi época de mercachifle no me habían olvidado. Entre ellos pude cambiar. Las<br />
casas de cambio cubanas son una especie de embudo. Sólo compran. Venden<br />
muy esporádicamente, y cifras reducidas. No me quedó otra alternativa. Peso<br />
a peso fui transformando el almendrón en dólares. Otra vez la reserva en la<br />
gaveta de mi buró aguardando para ser empleada. Otra vez la espera incierta.<br />
El 24 de febrero de 2003 Fidel Castro cogió un berrinche de ampanga. Le<br />
dijo curdonauta a James Cason, el jefe de la Oficina de Intereses de Norteamérica<br />
en la Habana, amenazó con cerrar la sede diplomática de marras, y roció con un<br />
florido aguacero de insultos a la oposición interna y a la prensa independiente<br />
cubana. Yo no supe en ese momento si reírme u orinarme. Cuando El Máximo<br />
se sulfura y despotrica de esa manera hay que esperar el fuacatazo después. Y<br />
total, lo único que había ocurrido era que Martha Beatriz Roque Cabello celebró<br />
el día del alzamiento de Baire con una reunión en su casa, a la cual asistieron<br />
algunos disidentes, la prensa extranjera y ciertos diplomáticos. Y al Sr Cason se<br />
le ocurrió decir que El Supremo le tenía miedo a la libertad y a la democracia.<br />
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