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Escrito sin permiso - Cadal

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<strong>Escrito</strong> <strong>sin</strong> PErmiso<br />

Raumel Vinajera es un negrón de casi dos metros. Vive en Palma Soriano.<br />

Está preso por un delito de atentado. No es un terrorista. No ha dinamitado<br />

un edificio. No ha preparado un atentado armado contra El Máximo ni contra<br />

el alcalde municipal de su pueblo natal siquiera. Simplemente le sonó par de<br />

bofetadas a un policía que le faltó al respeto en una fiesta popular. Fue él quien<br />

me explicó quiénes eran los hermanos Agustín y Jorges Cervantes el día que los<br />

derribaron del muro que bordea Boniatico. Los muchachos se habían subido y<br />

gritaban consignas contra el gobierno. Vino un enjambre de guardianes. Nin-<br />

guno se atrevió a subir para bajarlos. Vino la policía política, con otra miríada<br />

de carceleros. Ninguno se atrevió a subir para bajarlos. Vino el jefe de Orden<br />

Interior de la prisión con una legión de presos sobornados con promesas de<br />

visitas familiares y licencias conyugales. Y los presos subieron al muro y los<br />

rodearon y los acosaron y los derribaron violentamente. Agustín cayó desde lo<br />

alto contra el suelo reseco. Allí quedó tendido. Inconsciente. Unos presos lo<br />

cargaron y lo trasladaron al hospital. Fue el primer suceso verdaderamente triste<br />

que presencié en Boniatico. Después vendrían otros. Pero ese me impresionó<br />

hondamente.<br />

Esa misma tarde, por orden del valiente teniente coronel que nos visitara,<br />

Raumel Vinajera fue trasladado hacia otra parte del penal. No volví a verlo.<br />

Estaban intentando sofocar cualquier tipo de manifestación solidaria con no-<br />

sotros. Pero, sobre todo, estaban cortando cualquier influencia que pudiéramos<br />

ejercer sobre el resto de la población penal.<br />

Al otro día Normando y yo comentamos la visita del teniente coronel. Era<br />

innegable que las mujeres estaban dándoles dolores de cabeza a la policía polí-<br />

tica. Nos habían llegado informaciones de que un grupo de esposas, vestidas de<br />

blanco, asistían cada domingo a la misa de la iglesia de Santa Rita, en Miramar,<br />

y que no pasaba un día <strong>sin</strong> que alguna de ellas hiciera declaraciones a la prensa<br />

extranjera, explicando las condiciones en que extinguíamos nuestras largas e<br />

injustas condenas. Ese día me reafirmé en la idea de que había que reforzar el<br />

trabajo de Las Damas de Blanco, que así comenzaba la prensa a llamar a las<br />

esposas, desde dentro de las cárceles. Mi plan se me convirtió en un compromiso<br />

moral con Yolanda y con las otras mujeres de mis compañeros.<br />

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