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Escrito sin permiso - Cadal

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manuEl VázquEz Portal<br />

“¿Todo?”, pregunté.<br />

210<br />

63<br />

Moscas. Moscas. Moscas. ¡Coño, qué mosquero! Es mayo. Tiempo<br />

de mangos. El pasillo Oeste de la sala de penados del hospital<br />

Ambrosio Grillo tiene unas ventanas de persianas, enrejadas, por<br />

supuesto, que dan a uno de los jardines del centro médico. En el jardín crecen<br />

dos árboles plagados con el fruto. Los presos aprovechan cuando los guardia-<br />

nes abren las rejas de los cubículos para asomarse a las ventanas y rogarles<br />

a las personas que transitan por el jardín que les alcancen las frutas caídas.<br />

Las comen con fruición: las bocas untadas del néctar, los dedos chorreantes<br />

de jugo; pelan al rape, con sus dientes voraces, las almendras que junto a las<br />

cáscaras van a caer luego al jardín. Y entonces las moscas. Moscas jodedoras<br />

que revolotean por la cama, que caen, engolo<strong>sin</strong>adas, en la sopa de frijoles del<br />

almuerzo, que zumban cerca del oído, que cosquillean en las mejillas, que se<br />

posan en el culo de un recién operado de hemorroides, que vienen a chocar con<br />

los labios. Moscas. Moscas. Moscas. ¡Coño, qué mosquero!<br />

El 22 de mayo fui trasladado al hospital. Dos guardianes desconocidos se<br />

asomaron a mi reja. “Prepárese, va de conduce”, me dijeron. Ir de ‘conduce’<br />

significa ser trasladado fuera del penal. Yo dormía la siesta. Era esa hora de<br />

modorra evanescente que envuelve a Boniatico después de almuerzo. El sol<br />

de mediodía pone a coruscar los espejos de los diminutos charcos de orina y<br />

aguas residuales del patio contra las paredes, los lagartos, feos como pequeñas<br />

igüanas, se adormilan en los umbrales de las ventanas, las ratas batallan por<br />

los desperdicios, las arañas penden, inmóviles, de sus hilos grises, y el preso<br />

sueña con prados de hierbas ondulantes donde corre en libertad detrás de un<br />

niño que ríe y lo convoca a que lo siga.<br />

“¿Para dónde?”, pregunté aletargado.<br />

“Para el hospital”, me respondió uno de ellos.<br />

Me puse mi uniforme de preso. Me calcé. Saqué las manos por la reja para<br />

que me esposaran.<br />

“Recoja sus pertenencias”, me dijo el gendarme.

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