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Escrito sin permiso - Cadal

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<strong>Escrito</strong> <strong>sin</strong> PErmiso<br />

echo mi cuerpo famélico, sofocado, enfermo. Trataré de resistir hasta donde<br />

pueda. No resisto mucho. Parece que a mi organismo no le queda de dónde<br />

sacar. Me falta el aire y sudo mucho. Han pasado más de seis horas. Me levanto<br />

con dificultad del banco de concreto. Arrimo el rostro a las rejas para respirar<br />

mejor. Las piernas me flaquean. Debo tener la presión y los glúcidos por el<br />

piso. Me impongo resistir. Resisto. Vuelvo a mi cama de piedra. Creo que me<br />

adormilo. Un agudo dolor me invade el torax. Es fuerte, punzante. Tengo la<br />

sensación de que se me aflojan los esfínteres. Trabajosamente me incorporo y<br />

hago lo que muchos han hecho allí antes que yo: meo, poco, intermitentemente.<br />

Descubro que la pestilencia se debe a que el calabozo no tiene letrina y los<br />

que son traídos a él se ven obligados a realizar sus evacuaciones en el piso. El<br />

dolor parece ceder. No cede. Me agarro fuerte de los barrotes. Me recomiendo<br />

calma. El dolor aumenta su intensidad. Llamo. Vienen los guardias. He perdido<br />

el sentido de la orientación y del tiempo. Debo estar transparente de palidez<br />

cuando llego al hospital del penal. El médico ha depositado una píldora debajo<br />

de mi lengua. Sudo. Sudo. No distingo los rostros que me rodean. Arcadas.<br />

Nada. Arcadas. Nada. No hay nada que vomitar. Al final un líquido ácido me<br />

brota, abrasador, desde lo más recóndito del estómago. Sudo. Sudo mucho. Se<br />

me va la visión a intervalos. Me descubro sobre una cama con un suero que<br />

se ha ido de vena y me está inflando el brazo. A mi lado una enfermera hurga<br />

de nuevo en mis venas. Adrián, el médico de la cárcel de Aguadores, me dice:<br />

“Viejuco, por poco te vas del aire”. Y, ¡sorpresa! Ramiro ha aparecido como<br />

por arte de magia. Allí está, junto a Adrián con cara de preocupación.<br />

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