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manuEl VázquEz Portal<br />
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una mancha en un pulmón”, le dije a Yolanda por teléfono.<br />
“Pero no te preocupes. Si es cáncer, ya fumé todo lo que me dio<br />
“Tengo<br />
la gana”.<br />
Se hizo un silencio profundo del otro lado de la línea y me reproché haber<br />
tirado a chanza la información que, de todos modos, debía brindarle a mi espo-<br />
sa. Demasiado importante para ocultárselo. Pero el método que usé no resultó<br />
efectivo. Comprendí inmediatamente mi torpeza.<br />
“Oye dice la doctora que me atendió que puede ser un problema del equi-<br />
po. Ella no es radióloga ni neumóloga, me explicó. Tendrá que consultar con<br />
un especialista. A lo mejor, no es más que una falsa alarma. Ella me aseguró<br />
que la máquina donde me tomaron la radiografía es un trasto viejo. Estamos<br />
esperando la respuesta. No te preocupes y, por favor, discúlpame la broma. No<br />
quise asustarte. Creí que tirándolo a jodedera te afectaría menos.”<br />
El resto de la conversación fue tenso. No conseguía que Yolanda se so-<br />
brepusiera. La afectaba además el hecho de que sería la primera vez que no<br />
esperaríamos juntos el nuevo año.<br />
Adrián, el médico de Aguadores, vacacionaba por esos días. Nadie se ocupó<br />
más de mi mancha en el pulmón. Sólo el capitán Reyes vino para presentarme<br />
al nuevo oficial de la Seguridad que me “atendería”. Corrían rumores de que a<br />
Ramiro lo habían “tronado”. Y, como el que no quiere la cosa, hurgué para ente-<br />
rarme del chisme. Entre col y col, saqué la lechuga. No lo habían “tronado”, iría,<br />
o andaba ya por Venezuela. Cará, y yo que pensaba que el gobierno cubano estaba<br />
apoyando a Hugo Chávez con médicos y maestro nada más. El nuevo oficial que<br />
me “atendería” se llamaba Julio. Mulato, achaparrado, fornido, con las manos<br />
muy marcadas por el entrenamiento de las artes marciales. La maquigüara deja<br />
huellas imborrables en los nudillos. El primer chiste que le dirigí fue que toparía<br />
con él cuando me repusiera totalmente de las huelgas. Eran los días finales de<br />
2003, y la penitenciaría parecía dirigirse sola. No había un cabrón jefe por todo<br />
aquello. Yolanda llamó por teléfono en reiteradas ocasiones para saber sobre mi<br />
pulmón y no pudo hacer contacto con alguien que le explicara debidamente.<br />
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