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manuEl VázquEz Portal<br />
padecimiento de pulmón, me recomendó no fumara, no hiciera esfuerzos, no<br />
siguiera ejercitando. Sospeché que mi pulmón había sido la causa del agudo<br />
dolor que me derrumbara en el pestilente calabozo, quizás una leve neumotora,<br />
quizás una alerta del miocardio. Nunca lo supe. Los diagnósticos médicos eran<br />
de consumo privado de la policía política aunque yo fuera el aquejado.<br />
206<br />
Días después estaría nuevamente reclinado sobre la cama 48 del hospital<br />
Ambrosio Grillo. El pulmón o el corazón, no sé, querían joderme. No pude<br />
evitar el recuerdo de la segunda visita del zoquete rubicundo. Había venido,<br />
nuevamente de civil, acompañado de otro teniente coronel ataviado con atuendo<br />
militar y un escuadrón de médicos. No había olvidado su arrogancia, sus ges-<br />
tos de guapetón barato, su barriguita cervecera. Era casi mediodía. Yo estaba<br />
ejercitando en el patio. Antes que terminara mi tiempo reglamentario de sol, los<br />
guardianes me sacaron esposado. En el vestíbulo de Boniatico había toda una<br />
delegación de militares con batas de médico. Uno muy alto, de bigote y espe-<br />
juelos parecía el jefe. Al rubicundo le dije que lo recordaba de cuando había, al<br />
principio, venido a amenazar. Respondió que no era él. Le noté cierto espanto<br />
en la mirada. En el diario había hablado de su comportamiento, creí ver en sus<br />
ojos el miedo a que lo identificaran. Le reafirmé que sí era él. Volvió a negarlo<br />
y se apartó. El grandote tomó la palabra. A cada pregunta suya le respondí con<br />
evidencias palpables. Las ratas. La falta de agua. La suciedad del penal. La<br />
pésima alimentación. La ausencia de medios de información. El discurso del<br />
canciller de la mentira en su conferencia de prensa brindada unos días antes,<br />
por lo menos en Boniatico, rodaba por el piso, mugriento, está de más decirlo.<br />
El grandote se interesó entonces por mi salud, pero con cierta rispidez. Le<br />
expliqué, también con rispidez.<br />
“Pero de la bula, no te vas a morir”, me dijo finalmente.<br />
Sonreí antes de contestarle. El hombre no sólo era médico <strong>sin</strong>o también<br />
adivino.<br />
“Yo moriré de cualquier cosa: / la garganta, el hígado, el pulmón/ y como<br />
buen cadáver descenderé a la fosa/ envuelto en mi sudario santo de compa-<br />
sión”, le recordé el poema más conocido de su socio comunista Rubén Martínez<br />
Villena.<br />
El rubicundo ordenó me llevaran a la oficina de la dirección de Boniatico.<br />
Allí discutimos en presencia del teniente coronel vestido de militar y de otro de