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<strong>Escrito</strong> <strong>sin</strong> PErmiso<br />
Después que le hago llegar el café a Villarreal, me dedico a leer. No hay<br />
mejor manera de dejar que el tiempo corra. A las 11 de la mañana me sacan al<br />
patio. Las ventanas de Normando, Juan Carlos, Villarreal y Próspero, dan al<br />
patio. Me paso esa hora conversando, a gritos, con ellos. Normando ocupa la<br />
celda 2 del piso alto; Villarreal, la 10, de los bajos, Próspero, la 14, del alto; Juan<br />
Carlos, la 36, de los bajos, y todas se asoman al Este. Mi ventana mira al Oeste.<br />
Lo único que veo cuando oteo por ella es un cerro pelón, una elevada torre de<br />
comunicaciones y la danza eterna de las ratas que pululan en el penal.<br />
Tras el almuerzo Boniatico cae en una modorra evanescente. Los reclusos<br />
se han hartado con el sancocho que les sirven y duermen una siesta que se pro-<br />
longa hasta media tarde. Los guardianes también se adormilan. Es el momento<br />
propicio para escribir <strong>sin</strong> ser visto, <strong>sin</strong> ser molestado. Sólo Yemina me observa<br />
de soslayo. En el pretil ha comido y defecado a sus anchas. Parece reposar. Pero<br />
no aparta sus ojillos redondos, brillantes de mí. Parece alelada. Cualquiera que<br />
la viera, diría que me adora, que está perdida de amor por mí. Yo sé que ante<br />
cualquier movimiento brusco mío saldrá como una exhalación. Me mantengo<br />
sentado en el suelo, frente a la litera. Escribo despaciosamente. Si tengo que<br />
cambiar de posición para aliviar las nalgas que se entumecen por la dureza de<br />
tan inusual asiento, lo hago parsimoniosamente, como en cámara lenta para no<br />
sobresaltarla. Me complace que permanezca ahí, callada, tranquila, como una<br />
musa de la soledad y la pobreza.<br />
Cuando voy a esconder los manuscritos sí me muevo con rudeza para que<br />
se vaya. Ni a Yenima le permito que conozca mis escondrijos. La confianza es<br />
peligrosa. Aquí más. En las requisas sorpresivas no buscan papeles. Buscan<br />
armas, ganzúas, dinero, drogas. Pero si encuentran un papel que les parezca<br />
comprometedor, culpable, cargan con él también. No puedo admitirme el des-<br />
liz. Mis manuscritos son mis únicas armas contra tanta injusticia y hostilidad<br />
cometida contra mí. Voy a convertirles estas páginas en un estruendo esplen-<br />
doroso.<br />
“¿Qué hago?” Me preguntó Yolanda cuando en la visita le expliqué dónde<br />
hallar el diario.<br />
“Entrégalo a la prensa”<br />
“¿Estás loco?”<br />
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