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<strong>Escrito</strong> <strong>sin</strong> PErmiso<br />
Abrí y cerré las manos en un ademán voluntario, soberbio, desafiante.<br />
Pensé: agarre firme de solapas, giro rápido por la derecha, flexión a fondo de<br />
las rodillas, halón fuerte mientras se alza el cuerpo, soltar en el aire para que<br />
caiga libre sobre mi cabeza: perfecto Ho Uchi Mata. Kindelán no fue nunca más<br />
allá de sus cínicas palabritas. Me quedé con ganas de verlo estrellarse contra<br />
el piso.<br />
Sabino ya no estaba en Boniatico. Lo sustituían dos jóvenes. Uno de nom-<br />
bre Ramón, corpulento y risueño; otro de apellido Granja, pequeño y parco.<br />
De jefe del pabellón el oficial Arce, algo engreído y fanfarrón. Me ubicaron<br />
en la celda 9, de los bajos, justo frente a Antonio Villarreal. Edel José García<br />
ocupaba la número 1, también de los bajos. A Próspero lo habían mandado para<br />
un destacamento. No sabíamos si lo traerían nuevamente para las celdas.<br />
“Nos vamos para La Habana”, me voceó Edel cuando pasé frente a su reja.<br />
Eufórico con la posibilidad que creía ya un hecho.<br />
“Ese es el rumor”, le contesté y seguí marcha, con mis sacos a cuestas, hacia<br />
la celda donde me ubicarían. Antes de que me encerraran saludé a Villarreal.<br />
El ciego Norges Cervantes se alegró con mi llegada. Me contó que su fa-<br />
milia le había contado sobre la crónica que publiqué sobre él. Me lo agradeció<br />
con exageradas muestras de entusiasmo. Ahora vivía a mi lado, en la celda 7.<br />
Estuvimos hablando sobre Normando Hernández largo rato. Él y Normando<br />
habían establecido una buena amistad.<br />
Conocí una nueva doctora. Se llama Julliet. Rubia. Óvalo griego el rostro.<br />
El pelo recogido en dos trenzas que le circundan la cabeza. Pecas graciosas<br />
sobre la nariz. Un poco pasada de kilos para su estatura. Ríspida el primer día.<br />
Las mujeres que trabajan en las cárceles están obligadas a endurecerse. No es<br />
grato tratar con delincuentes de toda laya, faltos del afecto y las artes femeninas,<br />
que la desnudan con la mirada. Ella misma me lo explica. Más tarde, después<br />
que Adrián, el médico que me atendía en Aguadores, le habló de mí.<br />
Yenima me abandonó. Se olvidó totalmente de mí. No la reencontré. Ha<br />
crecido el rebaño en Boniatico. Son un enjambre. Vistas desde la ventana,<br />
al atardecer, cuando los presos les han tirado todos los desperdicios de los<br />
desperdicios que comen, parecen centurias romanas a la desbandada. Gruñen,<br />
muerden, corren, saltan, se atacan entre ellas; es la batalla por la supervivencia,<br />
la ley de la depredación. Imposible reconocer a Yenima entre tantas ratas.<br />
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