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Escrito sin permiso - Cadal

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<strong>Escrito</strong> <strong>sin</strong> PErmiso<br />

de su casa”. Dice una señora cuando cruzo. Dos guardianes me conducen a la<br />

Sala de Penados.<br />

La Sala de Penados del hospital Ambrosio Grillo es un asco, pero compa-<br />

rada con mi celda es todo una habitación palaciega. Cuenta con tres cubículos<br />

enrejados. Cuatro camas en cada cubículo. La cama 48 parece ser la destinada<br />

para “los mercenarios”. Por ella han pasado antes que yo Oscar Espinosa Chepe<br />

y Edel José García. Me acomodan. Coloco mis bártulos en una reducida taquilla<br />

que me asignan. Me traen ropas de cama y un pijama. Le pido a Julio me permita<br />

llamar por teléfono a Yolanda para imponerla de mi nueva situación. No hay<br />

en el hospital teléfonos de tarjetas magnéticas. No tengo dinero. Ellos no lo<br />

permiten. Si lo hallan en las requisas, aseguran que estará a buen recaudo pero<br />

siempre termina perdiéndose. Aquí mismo se va a armar. Julio consigue varios<br />

pesos metálicos dorados con la efigie de Martí. A estas monedas los cubanos<br />

las llamamos “morocotas”. Me lleva al teléfono de la recepción del hospital.<br />

El hospital Ambrosio Grillo es un antiguo sanatorio para tuberculosos con-<br />

vertido en hospital general. Ubicado a menos de tres kilómetros del Santuario<br />

de la Virgen del Cobre, patrona de Cuba con la bellísima leyenda de haber apa-<br />

recido en la bahía de Nipe y salvado de la tormenta a tres pescadores al borde<br />

del naufragio, y a quien Ernest Hemingwey, después de su Premio Nobel de<br />

Literatura, le brindara, quizás pagando una promesa hecha a la santísima, la me-<br />

dalla entregada por la Academia Sueca. El edificio estilo art decó aún mantiene<br />

el desenfado arquitectónico de sus líneas rectas y sus amplios espacios. Muy<br />

deteriorado y con innovaciones caprichosas en su estructura es un anciano que<br />

se derrumba por el paso de los años. Maltrecho, falto de reparaciones a tiempo,<br />

muestras paredes fracturadas, techos desconchados, pabellones clausurados.<br />

Le informo a Yolanda donde estoy. Se desespera. Le ruego calma, que no se<br />

alarme. Insiste en venir. Le digo que no le permitirán verme. Insiste. Viene. No<br />

la dejan verme. Y para que yo no me entere de su visita al hospital no acceden<br />

siquiera a pasarme un abrigo que me traía. Me entero después de una semana,<br />

cuando vuelvo a hablar con ella por teléfono.<br />

Comparto el cubículo con Miguel Moya y otros dos presos. A Miguel Moya<br />

lo conocí en las celdas de castigo de Aguadores. Había llegado arrastrando una<br />

bolsa plástica rebosante de orina que le servía de sonda y una tos cavernosa que<br />

denunciaba a viva voz su tuberculosis, escupía sangre y refunfuñaba como un<br />

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