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adelanté levantando a Menq-Aurí para que su resplandor<br />
dorado nos guiara. Fue cuando comencé a entender mi<br />
participación en aquella aventura. ¡Cómo siquiera imaginar<br />
lo que en realidad me esperaba!<br />
El túnel era lo sufi cientemente ancho para que pasáramos<br />
sin problemas, aunque uno detrás del otro, y siempre que los<br />
emisarios pájaro agacharan la cabeza para no destrozarla<br />
contra los fi losos salientes de hielo que formaban el<br />
techo. El fi nal del conducto daba a una primitiva escalera<br />
que subimos sin difi cultad, para quedar con la respiración<br />
congelada y el silencio apenas cortado por el estirar de<br />
los cuellos de mis acompañantes. Al principio parecía que<br />
estábamos suspendidos sobre una mota negra, hasta que<br />
poco a poco comenzamos a ver cada detalle.<br />
El centro, justo por donde habíamos emergido, era un<br />
perfecto círculo del índigo total, que parece negro, en la parte<br />
del universo donde está sembrado el misterio, del que salían<br />
seis senderos del mismo color, como los brazos de un insecto<br />
que teje entre las estrellas. Una cúpula monumental, hecha<br />
de hielo azul, coronaba aquella bóveda. Los senderos, de no<br />
más de dos pies de ancho, parecían fl otar sobre el abismo.<br />
Barú incluso se sumergió a toda velocidad en el vacío para<br />
tratar de descubrir cuán profundo era. Al regresar nos contó<br />
que el fondo parecía perderse en el remolino del tiempo.<br />
Distanciados en perfecta proporción unos de otros,<br />
los senderos conducían a unos huecos ovalados que, por<br />
momentos, parecían parpadear. Cada uno de los emisarios<br />
pájaro voló hasta las aberturas, únicas posibles salidas de<br />
aquel sitio, además del lugar por donde ingresáramos. Sin<br />
embargo, cuanta vez trataban de penetrar los huecos los<br />
mismos se cerraban de impenetrable negritud, en tanto que<br />
brillaba cada camino. Al querer descender sobre la parte del<br />
sendero previa al óvalo de entrada, ésta los rechazaba con<br />
igual fuerza a la que empleaban al acercarse. Regresaron<br />
sin que nadie supiera qué hacer hasta que, fi nalmente, Galax<br />
fue quien estiró su mano hacia el comienzo de su sendero,<br />
descubriendo que así no había rechazo.<br />
—¡Ah! —dijo con un fulgor azul en su mirada—. Parece<br />
que de nuevo caminaremos.<br />
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