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En defensa de la representación políticatrónico, ciberdemocrático y otorgando poder creciente, como iguales,a las asambleas locales de base, los referendos y la “orientación de lasencuestas”. Este planteamiento suele encontrar una aprobación deboquilla suavemente reacia con palabras como: “sería estupendo,pero...” No. No sería estupendo en absoluto, y debemos decir alto yclaro que es desastrosamente disparatado. Como ya he señalado, laprimera vía (la vuelta a la concepción medieval de la representaciónde derecho privado) sólo puede llevarnos a un sistema representativoaltamente disfuncional y localmente fragmentado que pierde de vistael interés general. Y quiero recalcar, como conclusión, que la segundavía no puede sino hundir sin remedio el sistema representativo degobierno, gobernándose a sí misma. Hace unos 20 años me preguntaba:¿Matará la democracia a la democracia? (es el título de un artículoque publiqué). Ahora estoy aún más seguro de que, con el directismo,la respuesta es sí.La diferencia básica entre una democracia directa y una democraciarepresentativa es que en esta última el ciudadano sólo decide quiéndecidirá por él (quién le representará), mientras que en la primera esel propio ciudadano quien decide las cuestiones: no elige a quien decidesino que es el decisor. Por tanto, la democracia representativa exigedel ciudadano mucho menos que la directa y puede operar aunquesu electorado sea mayoritariamente analfabeto (véase la India), incompetenteo esté desinformado. Por el contrario, una democraciadirecta en tales circunstancias está condenada a la autodestrucción.Un sistema en el que los decisores no saben nada de las cuestionessobre las que van a decidir equivale a colocar la democracia en uncampo de minas. Hace falta mucha ceguera ideológica y, ciertamente,una mentalidad muy “cerrada”, para no caer en la cuenta de esto. Y losdirectistas no lo hacen.Para empezar, no quieren saber (y es ofensivo y políticamente incorrectopreguntarlo) si sus ciudadanos decisores saben algo. En segundolugar, se niegan a aceptar el argumento de que cualquiermaximización de la democracia directa requiere como condición necesariauna mejora equivalente de la opinión pública, es decir, del númerode personas interesadas en los asuntos públicos y conocedores de33

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