José Rubio CarracedoLa primera razón me parece certera, pero un tanto tramposa, porquesólo es válida para los reformistas que comparten el postulado dela paridad. Para la mayoría de ellos, entre los que me cuento, la presiónpor la “democracia paritaria” (expresión autocontradictoria y hastaridícula) es, en realidad, efecto de una contaminación de la mentalidadsindicalista en la práctica democrática. Porque resulta obvio que taldistribución paritaria cabe únicamente en la organización interna delos partidos políticos. Y aun así le alcanzaría también la objeción de la“pendiente deslizante”, pero sería cuestión privada de cada partido.Pero la actitud sindicalista de reparto de puestos y de cargos chocafrontalmente con la exigencia democrática de mérito y de competenciacomo únicos criterios. Ahora resultaría que ser de uno u otro sexopodría ser decisivo para ser elegido diputado, consejero o ministro. Ypronto se exigirá que el próximo presidente del Gobierno sea una mujer.La lógica sindicalista es la misma (sin embargo, desde ahora apuestoa que la primera mujer presidenta del Gobierno no saldrá de las filasparitarias). Y siguiendo la misma lógica, también se exigirá que laconcesión del Premio Nobel respete la paritaridad. La lógica es siemprela misma: se trata de compensar la discriminación machista de lamujer y estimular su participación en condiciones de igualdad. Pero esmanifiesto que la discriminación positiva sólo tiene sentido en la EGB,acaso en la ESO, quizá hasta en el Bachillerato, pero nunca debe alcanzarla Universidad. ¿O es que se puede llegar a obtener el títuloprofesional gracias a un privilegio? Flaco favor, por otra parte, porque¿quién confiaría en tales profesionales? ¿Qué decir entonces de losdiputados o ministros, que son inconcebibles sin una idoneidad real ypresente? Sobre toda mujer caerá la duda de si es o no una mujercuota. Pero ya se sabe, el sindicalismo es otra cosa: sólo le interesa elacceso garantizado al reparto de los cargos.Es obvio que la paridad mujeres-varones desvirtúa gravemente lasreglas del juego democrático. Y, en efecto, obligaría a otras proporcionalidadescon la misma (in) justicia: la más clara es la variable deedad. ¿Cuántos grupos de edad habría que formar? Me parece que nomenos de cuatro (de nuevo reunidos los sexos): la juventud, la primeramadurez, los adultos y la tercera edad. Y luego vendrían las cuotas80
¿Cansancio de la democracia o acomodo de los políticos?de los grupos minoritarios, las religiones, los discapacitados, etcétera.¿Cómo podría evitarse?III. ¿MOVIMIENTOS SOCIALES?Laporta advierte que mientras que a los partidos políticos se les niegala confianza y la credibilidad, éstas le son otorgadas sin reservas a lasorganizaciones no gubernamentales y a los movimientos sociales. Sólopuede entenderlo como una moda que sigue al prestigio del término “movimiento”,que connota “una presunta espontaneidad y flexibilidad, autenticidady vitalidad”, por contraste precisamente con los viejos partidos.Nuestro autor no ve ningún fundamento en tal presunción y hasta evocalos ecos de la retórica reaccionaria del franquismo contra los partidos. Losmovimientos sociales denotan una realidad muy heterogénea (“pacifistas,ecologistas, feministas, tercera edad, etcétera”), y hasta “fantasmagórica”,lo que les incapacita para ser “interlocutores sociales”, ya que no tienenlíderes ni se conocen sus “propuestas”. Su idea es que “deben organizarse”al modo de los partidos. Justamente, lo que ellos rechazan por principiocomo condición de autenticidad y de supervivencia. Pero Laporta tienetodavía otro reproche: a diferencia de los partidos, ellos persiguen unobjetivo único, y esto es mucho más un defecto que una virtud.Eso sí, reconoce que muchos movimientos sociales son “un acicatepara la dinamización de la vida política y un instrumento para situar enla agenda política temas y problemas que, de no ser por ellos, no seplantearían con tanta convicción”. Pero carecen de “legitimación paraparticipar en decisión política alguna”, porque “no toman parte en elproceso electoral”. Si se les admitiera, sería al modo de grupos depresión, lo que daría alas a la “democracia corporativa”. En efecto,“¿no estaremos envalentonando a unas organizaciones a entrar en elintercambio de negociaciones y presiones con el resto de la sociedadcorporatista para satisfacer sus intereses peculiares al margen delinterés general?”. Lo que, en último término, sería también una desconsideraciónimperdonable para con los ciudadanos que no formanparte de ninguno de esos movimientos.81
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