Roberto Gargarella, Félix Ovejeronada que invite a pensar que la democracia representativa “no tiene rivalhoy por hoy en cuanto a eficiencia en materia de decisión política” (Laporta,p. 22), se entienda por eficiencia lo que se entienda. En todo caso, noestará de más recordar que las condiciones descritas (informaciónasimétrica y motivaciones) son las que caracterizan en la microeconomíamoderna a los mercados ineficientes. En suma: los dos problemas sonconsecuencia inflexible del mecanismo de funcionamiento de la democraciarepresentativa, en ningún caso un sarpullido estacional.Pero hay otro problema para la democracia que funciona como unmercado. Un problema que afecta a su fundamentación. La defensa dela democracia representativa resulta complicada cuando se desconfíade los representados. De ahí el dilema entre “imponer valores al demos”o “dejarlo en libertad” al precio de acabar con los valores democráticos(Laporta, p. 23). Para preservar valores —de igualdad, derespeto a las minorías— asociados a la democracia hay que protegerladel demos, “vulgar y absentista” (Laporta), acotar el territorio de loque puede ser decidido. Pareciera que el mejor modo de salvar lademocracia es disminuir la democracia, que el mejor modo de preservarlos valores es alejarlos de las sociedades que deben cultivarlos. 11La alternativa de una ciudadanía más activa en escenarios másdeliberativos se contempla como irrealizable o, en todo caso, se juzga11 El dilema se sitúa en los términos de “imponer valores al demos” o acabar conla democracia sólo si se asume un demos con “preferencias dadas”, cuya voluntadhay que orientar mediante mecanismos que prefiguren los resultados (se “diga lo quese diga”). Mecanismos que dejan intactas las preferencias. Pero esas son “soluciones”profundamente inestables. Por esa vía, con los principios alejados de los escenariosde la democracia, con facilidad los ciudadanos acaban por desconfiar de los filtrosprocedimientos,de los principios democráticos que los inspiran. Unos y otros seperciben como imposiciones. Al fin, los valores que se pretenden preservar, alejadosde sus nutrientes naturales, de la ciudadanía, acaban en hipocresía colectiva y, a lamínima, cuando aparezca algún “personaje dudoso” (Laporta) dispuesto a alentar lasirracionalidades contenidas, éstas aflorarán y, en catarata, arrumbarán con losprincipios y las reglas, con la democracia. Los fenómenos Perot o Gil son bastanteelocuentes al respecto. Como ha mostrado la psicología social, cuando las creenciaso los principios no se han sometido a discusión, se quiebran a la primera duda (Cfr.ARONSON, E., El animal social, Alianza, Madrid, 1994). Basta que aparezcan unoscuantos “extremistas” (una masa crítica) que asuman el costo de ser los primerosdiscrepantes para que los demás, que opinan lo mismo pero “no se atreven”, se62
Democracia representativa y virtud cívicaindeseable. Pero lo cierto es que, contra lo que sostienen sus críticos,la deliberación no presume ni ángeles ni ordenadores. Antes al contrario,es porque los ciudadanos, como los políticos, no tienen toda lainformación, o todas las experiencias, o porque pueden confundir susintereses con los de todos, por lo que la exposición pública de lasrazones de sus decisiones puede preservar mejor las virtudes de losprocesos democráticos. La deliberación es precisamente un instrumentopara corregir las carencias de la virtud o de la razón y las patologíasdel directismo. 12Pero ni Laporta ni Sartori parecen tener mucha confianza en lasiniciativas deliberativas. Su defensa de la democracia representativa correparalela a una dura crítica a las “otras” democracias. Bueno será ver elalcance de sus críticas que, de acuerdo con su proceder, parece ser quetambién es un modo de valorar a la propia democracia representativa.II.LAS DEMOCRACIAS “IRRESPONSABLES”Si hemos de creer lo que Laporta y Sartori nos cuentan sobre las“otras democracias”, los defensores de éstas son unos insensatos,suban al carro con la satisfacción de quien se libera de un tabú, de un prejuicio.Porque no hay que engañarse, los principios, aun los más decentes, sostenidosexclusivamente en penalizaciones, son prejuicios. Cuando no se afincan en elconvencimiento, nos encontramos con situaciones como el cuento del “rey estádesnudo”: todos callan, pero nadie otorga. Los prejuicios pueden ser progresistas,pero no dejarán de ser prejuicios. El único modo de que los valores democráticosfructifiquen y de que el compromiso con los derechos sea algo más que “el respeto”es que se anclen en el convencimiento y eso, de un modo u otro, pasa por asegurarsu presencia en los escenarios públicos. Los prejuicios desaparecen cuando sereconocen sin posible fundamento; o cuando encuentran buenas razones parasostenerse, cuando devienen juicios. Es entonces cuando iniciativas como las de laparidad pueden llegar a resultar realmente eficaces, cuando contribuyen a corregirlas preferencias, a establecer marcos donde se criben y modifiquen los juicios. Sobreestos procesos: KURAN, T., Private Truths, Public Lies, Cambridge, Harvard U.P.,1995. Para las implicaciones de esta idea para la democracia, también para ladeliberativa: Cfr. el número monográfico “Public Ignorance”, Critical Review, 2, 1998.12 Para un desarrollo más detenido de esta tesis, OVEJERO, F., “Modelos dedemocracia y economía de la virtud” (en curso de publicación).63
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