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Ball, Phillip. Masa critica. Cambio, caos y complejidad

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M ASA C R ÍT IC A<br />

dación. En los años sesenta, Estados Unidos se dispuso a librar una amarga<br />

guerra en el otro lado del planeta sobre todo para mantener, en el<br />

periodo más álgido de la Guerra Fría, su reputación de país duro. Es algo<br />

que admitió John McNaughton, subsecretario de Asuntos de Seguridad<br />

Internacional, en un memorando enviado a Robert McNamara, secretario<br />

de Defensa, y en el que perfilaba los objetivos estadounidenses en<br />

Vietnam, que eran: “setenta por ciento: evitar una derrota humillante (a<br />

nuestra reputación de garante)” [la cursiva es mía], y sólo un “diez por<br />

ciento: permitir que los ciudadanos [de Vietnam del Sur] disfruten de<br />

un estilo de vida mejor y más libre”.'1<br />

Dicho de otro modo, el éxito de Ojo Por Ojo podría considerarse un<br />

incentivo para actuar con beligerancia. Al fin y al cabo, las consecuencias<br />

de enfrentarse a un adversario que no valora nuestra implacabilidad<br />

son desastrosas, como expuso de una forma tan gloriosamente<br />

sardónica Stanley Kubrick en su sátira de la Guerra Fría cuando, mientras<br />

mantiene con su homólogo soviético una conversación telefónica,<br />

el doctor Strangelove estalla: “¡Estúpidos! Una Máquina del Día del<br />

Juicio no sirve de nada si no le dicen a nadie que la tienen!”.<br />

Todo aquel que piense en la posibilidad de utilizar el dilema del prisionero<br />

como base para decidir la política a seguir tendría que tomarse<br />

como un deber enumerar primero todos los factores que rechaza. Lo más<br />

evidente, como ya he señalado, es que da por supuesto un punto de<br />

vista muy simplificador de la naturaleza humana: la presunción de que<br />

las personas actúan de un modo racional buscando su propio beneficio<br />

prescinde no sólo de la existencia de pasiones irracionales, de la falibilidad<br />

de nuestra capacidad de raciocinio y de la mera estupidez, sino de<br />

la influencia positiva de los códigos morales de conducta. Tanto la experiencia<br />

como la biología evolutiva nos indican que cabe esperar que<br />

muchas personas tengan un instinto innato para cooperar con sus congéneres<br />

y no tienen que aprender que cooperar sirve mejor a sus intereses<br />

antes de hacerlo. Por otro lado, es probable que algunas personas<br />

tengan una inclinación probablemente patológica a desertar en el seno<br />

de la sociedad, algunas veces incluso cuando se dan cuenta de que, a<br />

largo plazo, no les reporta ningún bien. Además, el juego del prisionero<br />

no da pie a la negociación: recordemos que a los prisioneros no se les<br />

permite actuar en connivencia, sino que deben deducir los motivos del<br />

otro sólo por su forma de jugar. En tales circunstancias cunde la sospe­<br />

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