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alegorias.pdf

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www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía de la Universidad ARCIS 10de lo alegórico ahí se reduciría a un contenido ya previo y meramente recubierto a posteriori,supuestamente enunciable transparentemente en tiempos de “libre expresión”. Contra estasimplificación, vale recordar la anécdota de Ricardo Piglia, quien al regresar a Buenos Airesdespués de un viaje a Estados Unidos, en 1977, observaba que las paradas de colectivos habíansido rebautizadas por la dictadura argentina: se llamaban ahora “zonas de detención”. 18 En lamedida en que el país se había transformado en una inmensa zona de detención, las propiasparadas de colectivo se dejaban leer como inscripción alegórica. Más que de objetos alegóricosen sí, se habla entonces de un dejarse leer como alegoría, un devenir-alegoría experimentado porlas imágenes producidas y consumidas bajo dictadura. Como en la comercialización desenfrenadade íconos comunistas que siguió a la caída de la burocracia soviética, lo que antes había sidosímbolo de una totalidad orgánica se vuelve ruina alegórica de un decaimiento. Cabría aquí, porconsiguiente, una primera proposición: la postdictadura pone en escena un devenir-alegoríadel símbolo. En tanto imagen arrancada del pasado, mónada que retiene en sí la sobrevida delmundo que evoca, la alegoría remite antiguos símbolos a totalidades ahora quebradas, datadas,los reinscribe en la transitoriedad del tiempo histórico. Los lee como cadáveres.El devenir-cripta de ciertos nudos reminiscentes es la materia privilegiada de la literaturapostdictatorial, o al menos de la literatura que he decidido privilegiar en este libro. La ubicaciónhistórica del argumento me lleva a la primera hipótesis acerca de algunas prácticas literariasrecientes en América Latina: las dictaduras, como instrumentos de una transición epocal delEstado al Mercado, representaron un corte en la singular sustitución de la política por la literaturapropia al boom de los años sesenta, productor, él mismo, al mejor estilo romántico, de grandessímbolos identitarios. El primer capítulo traza el itinerario de esa ruptura, remontándose a losmodos en que Emir Rodríguez Monegal, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Octavio Paz,Carlos Fuentes y Alejo Carpentier coincidieron, a pesar de sus muchas diferencias estéticas ypolíticas, en presentar los logros de la literatura latinoamericana no sólo en su supuestaindependencia respecto al atraso social del continente, sino también como un sustituto efectivo detal atraso. El notorio repudio, por parte de los escritores del boom, de cualquier vínculo con latradición, así como su insistencia en el papel fundacional, casi adánico, de su generación, seinterpretan en el contexto de esta operación retórica. Descartar el pasado era necesidad clave dela resuelta “puesta al día con la historia”, voluntad de presente cuya otra cara fue el asesinatoedípico del padre europeo, asesinato éste concebido como prueba de una integraciónautosuficiente, triunfante, de Latinoamérica a la marcha literaria universal.Las diatribas de Monegal contra la literatura rural (sistemáticamente asociada alnaturalismo), las proclamaciones de Cortázar de que el boom epitomizaba una supuestailuminación y concientización latinoamericanas, asimismo los insistentes anuncios de Fuentes deque “ahora, por primera vez, nosotros...”, expresaban la confianza de una escritura que parecíahaber alcanzado transparente coincidencia con su contemporaneidad. Tal autosacralización tuvosu contrapunto ficcional en varias novelas que ostentaban figuras simbólicas de fundadoresdemiurgoscodificados en los alter egos de sus autores: La casa verde, Los pasos perdidos,18 Ricardo Piglia, Crítica y ficción, 2a edición (Buenos Aires: Siglo XX y UniversidadNacional del Litoral, 1993), 158-9.

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