sido enterrados <strong>los</strong> restos <strong>de</strong> su padre. Le pareció sentir todas esas sensaciones afectuosas que uno concibe en su propia casa. La aba<strong>de</strong>sa le hizo repetidas consi<strong>de</strong>raciones <strong>de</strong> afecto e insistió en que volviera siempre que su situación en cualquier otra parte no le resultara grata. Muchas <strong>de</strong> las monjas también expresaron que lamentaban su marcha, y Emily <strong>de</strong>jó el convento con muchas lágrimas y seguida por sinceros <strong>de</strong>seos <strong>de</strong> felicidad. Recorrieron varias leguas antes <strong>de</strong> que las escenas <strong>de</strong>l paisaje que recorrían tuvieran po<strong>de</strong>r suficiente para apartarla <strong>de</strong> la profunda melancolía en la que se había sumido. Cuando al fin lo logró, sólo sirvió para recordarle que la última vez que había visto aquel<strong>los</strong> paisajes magníficos, St. Aubert estaba a su lado. Así, sin que sucediera nada especial, pasó el día envuelta en la langui<strong>de</strong>z y la <strong>de</strong>sesperación. Durmió por la noche en una ciudad en las faldas <strong>de</strong> Languedoc y a la mañana siguiente entraron en Gascuña. Hacia la caída <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, Emily divisó <strong>de</strong>s<strong>de</strong> lejos las llanuras próximas a La Vallée y todos <strong>los</strong> <strong>de</strong>talles bien conocidos empezaron a llamar su atención, y con su recuerdo <strong>de</strong>spertó toda su ternura y pesar. Con frecuencia, mientras miraba a través <strong>de</strong> las lágrimas la salvaje gran<strong>de</strong>za <strong>de</strong> <strong>los</strong> Pirineos, ahora enriquecidos por las luces y las sombras <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, recordó que cuando <strong>los</strong> vio por última vez, su padre le comentaba la satisfacción que <strong>de</strong>spertaban en él. De pronto alguna escena, que él le había señalado <strong>de</strong> modo particular, se presentaba ante sus ojos y la dolorosa impresión <strong>de</strong> la <strong>de</strong>sesperanza se apo<strong>de</strong>raba <strong>de</strong> su corazón. «¡Ahí! —habría exclamado—, ahí están <strong>los</strong> mismos riscos, ahí el bosque <strong>de</strong> pinos, que él miraba con tal satisfacción cuando cruzamos juntos este camino por última vez. Ahí también, bajo la sombra <strong>de</strong> la montaña, está la cabaña, asomando entre <strong>los</strong> cedros, que me apuntó e hizo que copiara con mi lápiz. ¡Oh, padre mío!, ¿nunca te volveré a ver» Al acercarse al castillo, estos dolorosos recuerdos <strong>de</strong>l pasado se multiplicaron. Por fin el mismo castillo apareció ro<strong>de</strong>ado <strong>de</strong> su belleza resplan<strong>de</strong>ciente en el paisaje favorito <strong>de</strong> St. Aubert. Pero era algo que llamaba a su fortaleza y no a sus lágrimas. Emily secó las suyas y se preparó para encontrarse con calma en <strong>los</strong> emocionantes momentos <strong>de</strong> su regreso a aquella casa, en la que ya no quedaba pariente alguno que le diera la bienvenida. «Sí —dijo ella—. ¡No <strong>de</strong>bo olvidar las lecciones que me ha enseñado! ¡Cuántas veces me señaló la necesidad <strong>de</strong> resistirse incluso a la pesadumbre virtuosa; cuántas veces hemos admirado juntos la gran<strong>de</strong>za <strong>de</strong> mente que pue<strong>de</strong> al mismo tiempo sufrir y razonar! ¡Oh, querido padre mío!, si te fuera permitido mirar a tu hija, te agradaría ver que recuerda y se <strong>de</strong>ci<strong>de</strong> a practicar <strong>los</strong> preceptos que le enseñaste». Una revuelta <strong>de</strong>l camino le permitió una vista más próxima <strong>de</strong>l castillo, las chimeneas, coronadas <strong>de</strong> luz, asomando <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> <strong>los</strong> robles favoritos <strong>de</strong> St. Aubert, cuyas ramas ocultaban parcialmente la parte baja <strong>de</strong>l edificio. Emily no pudo evitar exhalar un profundo suspiro. «Ésta, también, era su hora favorita —se dijo al echar una mirada en las sombras alargadas <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> que se extendían por el paisaje—. ¡Qué profundo reposo, qué escena tan hermosa! ¡Hermosa y tranquila como en otro tiempo!» Volvió a resistir el embate <strong>de</strong>l dolor, hasta que a su oído llegó la alegre melodía <strong>de</strong> una danza, la que tantas veces había escuchado mientras paseaba con St. Aubert por las márgenes <strong>de</strong>l Garona, y se vio vencida en su fortaleza y lloró hasta que el carruaje se <strong>de</strong>tuvo en la pequeña entrada que se abría a lo que ahora era su propio territorio. Levantó la vista ante la inesperada <strong>de</strong>tención <strong>de</strong>l carruaje y vio a la vieja ama <strong>de</strong> llaves <strong>de</strong> su padre que se acercaba. Manchón también venía corriendo y ladrando <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> ella; y, cuando su joven ama se apeó, saltó y jugó alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> ella expresando su alegría. —¡Querida ma<strong>de</strong>moiselle! —dijo Theresa con emoción, y se <strong>de</strong>tuvo como tratando <strong>de</strong> ofrecerle sus condolencias a Emily, cuyas lágrimas le impedían contestar. El perro no <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> ladrar y corretear alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> ella y al momento se dirigió al carruaje con un ladrido corto y seco—. ¡Ah, ma<strong>de</strong>moiselle! ¡Mi pobre amo! —añadió Theresa, cuyos sentimientos estaban más <strong>de</strong>spiertos que su <strong>de</strong>lica<strong>de</strong>za—. Manchón ha ido a buscarle. Emily sollozó y se volvió hacia el carruaje, cuya puerta seguía abierta y vio cómo el animal saltaba <strong>de</strong>ntro y lo abandonaba mientras recorría con la nariz el suelo alre<strong>de</strong>dor <strong>de</strong> <strong>los</strong> cabal<strong>los</strong>. —No lloréis así, ma<strong>de</strong>moiselle —dijo Theresa—, me rompe el corazón veros. —El perro se acercó corriendo a Emily, volvió luego al carruaje y <strong>de</strong> nuevo hacia ella, nervioso—. ¡Pobrecillo! ¡Has perdido a tu amo, <strong>de</strong>bes llorarle! Pero vamos, mi querida señorita, tranquilizaos. ¿Deseáis tomar alguna cosa Emily extendió su mano a la vieja criada y contuvo sus sentimientos mientras le hizo algunas preguntas relativas a su salud. Pero seguía <strong>de</strong>teniéndose en el camino que conducía al castillo porque nadie estaba allí para recibirla y besarla con afecto; su propio corazón ya no palpitaba con impaciencia para encontrarse con una sonrisa bien conocida y temía ver todos aquel<strong>los</strong> objetos que habrían <strong>de</strong> hacerla recordar su antigua felicidad. Avanzó lentamente hacia la puerta, se <strong>de</strong>tuvo, siguió, y volvió a <strong>de</strong>tenerse, ¡qué silencioso, qué olvidado, qué triste estaba el castillo! Temblando ante la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> entrar y al mismo tiempo culpándose por <strong>de</strong>morar lo que era inevitable, entró finalmente en el vestíbulo. Lo cruzó con paso rápido, como si temiera mirar a su alre<strong>de</strong>dor, y abrió la puerta <strong>de</strong> aquella habitación, que le gustaba llamarla suya. La tristeza <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> daba solemnidad a su aire silencioso y <strong>de</strong>sierto. Las sillas, las mesas, cada pieza <strong>de</strong>l mobiliario, tan familiar a sus tiempos felices, hablaron elocuentemente a su corazón. Se sentó, sin observar nada, ante una ventana que se abría al jardín en el que St. Aubert se sentaba con frecuencia con ella para mirar cómo se ocultaba el sol en el paisaje, que aparecía más allá <strong>de</strong> las ramas. Tras unos momentos, en <strong>los</strong> que se <strong>de</strong>jó llevar por las lágrimas, consiguió recuperarse y, cuando Theresa, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> llevar el equipaje a su habitación, volvió a aparecer, se había serenado ya por completo y estaba en condiciones <strong>de</strong> conversar con ella. —Os he preparado la cama ver<strong>de</strong>, ma<strong>de</strong>moiselle —dijo Theresa, mientras ponía el servicio <strong>de</strong> café sobre la mesa—. Pensé que os gustaría más que la vuestra, pero poco imaginé que en un día como hoy regresaríais sola. ¡Qué día! Las noticias me rompieron el corazón cuando llegaron. ¿Quién podría haber dicho que mi pobre amo, que salía <strong>de</strong> esta casa, nunca volvería a ella Emily ocultó su cara con el pañuelo y movió la mano. —Probad el café —dijo Theresa—. Debéis consolaros, todos hemos <strong>de</strong> morir. Mi querido amo es ya un santo en el cielo. Emily se retiró el pañuelo <strong>de</strong> la cara y elevó sus ojos llenos <strong>de</strong> lágrimas hacia el cielo. Inmediatamente se las secó, y una vez calmada, aunque con voz trémula, empezó a preguntar e interesarse por las personas que recibían una pensión <strong>de</strong> su padre fallecido. —¡Qué día! —dijo Theresa, mientras echaba el café y le ofrecía la taza a su ama—, todos <strong>los</strong> que podían venir lo han hecho cada día para preguntar por vos y por mi señor. A continuación explicó que alguno había muerto, aunque el<strong>los</strong> le habían <strong>de</strong>jado bien, y que otros, que estaban enfermos, se habían recuperado. —Y ved, ma<strong>de</strong>moiselle —añadió Theresa—, ahí está la vieja Mary que viene por el jardín. Lleva tres años como si fuera a morir y ahí sigue viva. Ha visto el carruaje en la puerta y sabe que habéis llegado a casa. La vista <strong>de</strong> aquella pobre mujer habría sido <strong>de</strong>masiado para Emily y rogó a Theresa que fuera a <strong>de</strong>cirle que se encontraba <strong>de</strong>masiado enferma para ver a nadie aquella noche. —Mañana estaré mejor, quizá; pero dale esta moneda por recordarme. Emily siguió sentada un buen rato, recuperándose. Todos <strong>los</strong> objetos que veían sus ojos <strong>de</strong>spertaban algún recuerdo que le conducía <strong>de</strong> inmediato a la causa <strong>de</strong> su dolor. Sus plantas favoritas, cuyo cuidado le había enseñado St. Aubert; <strong>los</strong> pequeños dibujos que adornaban la habitación, que había realizado según las instrucciones <strong>de</strong> su buen gusto; <strong>los</strong> libros, que él seleccionaba para ella y que habían leído juntos; sus instrumentos musicales, cuyo sonido le encantaba y que a veces tocaba él mismo, todo daba nuevo impulso a su pena. Por fin, se <strong>de</strong>sprendió <strong>de</strong> aquella melancolía y, reuniendo toda la <strong>de</strong>cisión <strong>de</strong> que era capaz, recorrió aquellas tristes habitaciones que, temerosa <strong>de</strong> volver a ver, sabía que la afectarían más fuertemente si <strong>de</strong>moraba <strong>de</strong>masiado su visita. Tras cruzar el inverna<strong>de</strong>ro, sintió que la abandonaba su valor al abrir la puerta <strong>de</strong> la biblioteca; y, tal vez, la sombra que la tar<strong>de</strong> y las ramas <strong>de</strong> <strong>los</strong> árboles próximos a la ventana extendían por la habitación intensificaron la solemnidad <strong>de</strong> sus sentimientos al entrar en aquella habitación en la que todo le hablaba <strong>de</strong> su padre. Allí estaba la butaca, en la que solía sentarse; se quedó como hundida al verla, ya que le había visto tantas veces sentado allí que la i<strong>de</strong>a se hizo tan clara en su mente que hasta tuvo la impresión <strong>de</strong> tenerle ante su vista. Abandonó las ilusiones <strong>de</strong> su imaginación <strong>de</strong>stemplada, aunque no pudiera evitar un cierto grado <strong>de</strong> inquietud que se mezclaba con sus emociones. Se acercó <strong>de</strong>spacio a la butaca y se sentó. Frente a ella había una mesa <strong>de</strong> lectura con un libro abierto que había <strong>de</strong>jado su padre. Tardó unos momentos antes <strong>de</strong> reunir el valor necesario para examinarlo. Al ver aquella página abierta recordó que St. Aubert, la tar<strong>de</strong> anterior a su marcha <strong>de</strong>l castillo, le había leído unos pasajes <strong>de</strong> su autor favorito. La circunstancia le afectó profundamente y, según miraba, comenzó a llorar. Para ella el libro era algo sagrado y <strong>de</strong> valor incalculable y no se habría atrevido a moverlo o a pasar la página que él había <strong>de</strong>jado abierta por todos <strong>los</strong> tesoros <strong>de</strong> las Indias. Siguió sentada frente a la mesa sin <strong>de</strong>cidirse a marcharse, pese a que la creciente oscuridad y el profundo silencio <strong>de</strong> la habitación le resultaban cada vez más dolorosos. Sus pensamientos se dirigieron al espíritu que se había marchado y recordó la inquieta conversación que mantuvieron St. Aubert y La Voisin la noche anterior a su muerte. Sumida en sus acuciantes preocupaciones, vio que la puerta se abría lentamente y un ruido proce<strong>de</strong>nte <strong>de</strong>l otro extremo <strong>de</strong> la habitación la sobresaltó. A pesar <strong>de</strong> la oscuridad, le pareció ver que algo se movía. Los temas que había estado consi<strong>de</strong>rando y el estado <strong>de</strong> agitación <strong>de</strong> su ánimo, que hacía que su imaginación respondiera a cualquier impresión <strong>de</strong> sus sentidos, le hizo temer algo supernatural. Seguía sentada inmóvil, y entonces recuperó el sentido <strong>de</strong> la razón. «¿Qué puedo temer —dijo—. Si <strong>los</strong> espíritus <strong>de</strong> aquel<strong>los</strong> a <strong>los</strong> que amamos regresan a nosotros, sólo pue<strong>de</strong> ser para felicidad». El silencio, que reinó <strong>de</strong> nuevo, hizo que se avergonzara <strong>de</strong> sus últimos temores, y creyó que su imaginación la había engañado, o que había oído uno <strong>de</strong> esos ruidos incontrolables que a veces suenan en las casas viejas. Sin embargo, el mismo ruido volvió y, distinguiendo algo que se movía hacia ella y que en el momento siguiente presionaba a su lado en la butaca, dio un respingo; pero sus sentidos se aclararon instantáneamente al darse cuenta <strong>de</strong> que era Manchón, que se había sentado a su lado y que le lamía las manos afectuosamente. Dándose cuenta <strong>de</strong> que su ánimo no estaba preparado para llevar a<strong>de</strong>lante su propósito <strong>de</strong> visitar aquella noche las habitaciones <strong>de</strong>siertas <strong>de</strong>l castillo, al salir <strong>de</strong> la biblioteca se dirigió al jardín y <strong>de</strong> allí a la terraza que se extendía sobre el río. El sol ya se había ocultado, pero bajo las oscuras ramas <strong>de</strong> <strong>los</strong> almendros se percibía el último brillar <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el oeste que se extendía más allá <strong>de</strong>l crepúsculo por el aire. Un murciélago pasó silencioso, y <strong>de</strong> vez en cuando se oían las tristes notas <strong>de</strong>l ruiseñor. Las circunstancias <strong>de</strong> aquella hora le trajeron a la memoria unos versos que había escuchado en una ocasión a St. Aubert, recitándo<strong>los</strong> allí mismo, y sintió el <strong>de</strong>seo melancólico <strong>de</strong> repetir<strong>los</strong>. Ahora el murciélago da vueltas en la brisa <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>, que se <strong>de</strong>sliza, en estremecido paroxismo, entre las olas y tiembla en medio <strong>de</strong>l bosque, y a través <strong>de</strong> la cueva cuyos solitarios suspiros engañan al paseante. ¡Porque a menudo, cuando la melancolía hechiza su mente, cree que oye al Espíritu <strong>de</strong> la roca, cuando se trata, con dulces y temerosos miedos, <strong>de</strong> <strong>los</strong> profundos, místicos murmul<strong>los</strong> <strong>de</strong>l viento! Ahora el murciélago da vueltas, y el rocío <strong>de</strong>l crepúsculo SONETO
cae alre<strong>de</strong>dor silencioso y sobre el risco <strong>de</strong> la montaña, la ola fulgurante, y el esquife <strong>de</strong>scubierto en la distancia, extien<strong>de</strong> el velo gris <strong>de</strong> tintes dulces y armoniosos. Así cae sobre la Aflicción el rocío <strong>de</strong> la lágrima piadosa oscureciendo sus solitarias visiones <strong>de</strong> <strong>de</strong>sesperación. Paseando, Emily llegó hasta el árbol favorito <strong>de</strong> St. Aubert, don<strong>de</strong> con tanta frecuencia, a aquella misma hora, se sentaban juntos bajo su sombra y conversaban sobre el futuro con su querida madre. ¡Cuántas veces, también, había expresado su padre el consuelo que se <strong>de</strong>rivaba <strong>de</strong> creer que se encontrarían en otro mundo! Emily, conmovida por estos recuerdos, abandonó el refugio <strong>de</strong>l árbol y, al apoyarse pensativa en el muro <strong>de</strong> la terraza, vio a un grupo <strong>de</strong> campesinos que bailaban alegremente en las orillas <strong>de</strong>l Garona, que se extendía a todo lo largo y reflejaba la última luz <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>. ¡Cómo contrastaba aquel grupo con la <strong>de</strong>solada, infeliz Emily! Se les veía alegres y <strong>de</strong>bonnaire, como les gustaba estar cuando ella también se sentía alegre, cuando St. Aubert se paraba a escuchar su música, con el rostro irradiando satisfacción y benevolencia. Tras mirar un momento aquella festiva banda, Emily se volvió, incapaz <strong>de</strong> soportar <strong>los</strong> recuerdos que le traían. Pero, ¿dón<strong>de</strong> podría mirar que no encontrara nuevos <strong>de</strong>talles que agudizaran su dolor Según caminaba lentamente hacia la casa, se encontró con Theresa. —Querida ma<strong>de</strong>moiselle —dijo—, os he estado buscando por arriba y por abajo <strong>de</strong>s<strong>de</strong> hace más <strong>de</strong> media hora. Temía ya que os hubiera ocurrido algún acci<strong>de</strong>nte. ¿Cómo podéis pasear en este aire <strong>de</strong> la noche Entrad en la casa. Pensad en lo que habría dicho mi pobre amo si pudiera veros. Estoy segura <strong>de</strong> que cuando murió mi pobre amo no hubo caballero que sufriera en su corazón como él, pero bien sabéis que no echó una lágrima. —Por favor, Theresa, no continúes —dijo Emily <strong>de</strong>seosa <strong>de</strong> interrumpir aquel<strong>los</strong> comentarios equivocados pero llenos <strong>de</strong> buena intención. Sin embargo, la locuacidad <strong>de</strong> Theresa no era fácil <strong>de</strong> contener. —Y cuando estabais tan apenada —añadió—, solía <strong>de</strong>cir que os equivocabais, porque mi ama era feliz. Y si ella era feliz, estoy segura <strong>de</strong> que él lo es también, porque las oraciones <strong>de</strong> <strong>los</strong> pobres, según dicen, llegan al cielo. Durante este discurso, Emily había seguido silenciosa hasta el castillo y Theresa la alumbró por el vestíbulo hasta el salón, don<strong>de</strong> puso un mantel con un solitario cuchillo y un tenedor para la cena. Emily ya estaba <strong>de</strong>ntro antes <strong>de</strong> que se diera cuenta <strong>de</strong> que no era su habitación, pero controló la emoción que la inclinaba a abandonarla y se sentó silenciosa ante la pequeña mesa. El sombrero <strong>de</strong> su padre colgaba en el muro opuesto y, mientras lo miraba, sintió un <strong>de</strong>sfallecimiento. Theresa la miró, y <strong>de</strong>spués al objeto que atraía la atención <strong>de</strong> su mirada, y se dirigió allí para quitarlo. Emily la <strong>de</strong>tuvo con un gesto <strong>de</strong> la mano. —No —dijo—, déjalo. Iré a mi habitación. —No ma<strong>de</strong>moiselle, la cena está lista. —No puedo tomarla —replicó Emily—, me voy a mi habitación y trataré <strong>de</strong> dormir. Mañana me encontraré mejor. —¡No <strong>de</strong>béis hacer eso! —dijo Theresa—. ¡Querida señorita, tomad algún alimento! He preparado un faisán que tiene muy buen aspecto. El viejo monsieur Barreaux lo envió esta mañana, porque le vi ayer y le dije que veníais. Y no he visto a nadie que haya estado tan preocupado como él <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que se enteró <strong>de</strong> las tristes noticias. —¿Sí —dijo Emily con la voz llena <strong>de</strong> ternura, mientras que su corazón se colmó por un momento con el calor <strong>de</strong> aquel rayo <strong>de</strong> afecto. Poco a poco su ánimo se conmovió por completo y se retiró a su habitación.
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