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radcliffe-ann-los-misterios-de-udolfo

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C a p í t u l o I X<br />

E<br />

¿Pue<strong>de</strong> la voz <strong>de</strong> la Música, pue<strong>de</strong> el ojo <strong>de</strong> la Belleza,<br />

pue<strong>de</strong> la ardiente mano <strong>de</strong> la Pintura proporcionar<br />

un hechizo tan apropiado para mi mente<br />

como el soplar <strong>de</strong> esta vacía ráfaga <strong>de</strong> viento<br />

¿Cómo gotea este pequeño y lloroso riachuelo,<br />

tintineando suave en su caída por la colina cubierta <strong>de</strong> musgo;<br />

mientras, por el oeste, don<strong>de</strong> se oculta el día carmesí,<br />

navega lentamente en manso Crepúsculo y on<strong>de</strong>an sus ban<strong>de</strong>ras grises<br />

MASON [18]<br />

mily, algún tiempo <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> su regreso a La Vallée, recibió cartas <strong>de</strong> su tía, madame Cheron, en las que, tras algunas condolencias y consejos llenos <strong>de</strong> lugares comunes, la invitaba a Toulouse, y añadía<br />

que teniendo en cuenta que su fallecido hermano le había confiado la educación <strong>de</strong> Emily, se consi<strong>de</strong>raba obligada a vigilar su conducta. Emily, en aquel momento, sólo <strong>de</strong>seaba quedarse en La Vallée, en el<br />

escenario <strong>de</strong> su anterior felicidad, que ahora se había hecho infinitamente más querido para ella, por ser la última resi<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> aquel<strong>los</strong> a <strong>los</strong> que había perdido para siempre, don<strong>de</strong> podía llorar sin ser vista,<br />

recorrer sus mismos pasos y recordar cada minuto concreto <strong>de</strong> su carácter. Pero se sentía igualmente ansiosa <strong>de</strong> evitar cualquier disgusto a madame Cheron.<br />

Aunque su afecto no podía siquiera plantearse el rechazar, incluso en aquel momento, lo acertado o no <strong>de</strong> la conducta <strong>de</strong> St. Aubert al <strong>de</strong>signar a madame como su guardián, se daba cuenta <strong>de</strong> que la<br />

medida hacía que su felicidad <strong>de</strong>pendiera en gran medida <strong>de</strong>l humor <strong>de</strong> su tía. En su contestación, rogó permiso para quedarse por el momento en La Vallée, aludiendo al extremo <strong>de</strong>caimiento <strong>de</strong> su ánimo y a la<br />

necesidad que sentía <strong>de</strong> tranquilidad y <strong>de</strong> retiro para recobrarse. Sabía muy bien que nada <strong>de</strong> aquello podría encontrarlo en la casa <strong>de</strong> madame Cheron, cuyas inclinaciones la llevaban a una vida <strong>de</strong> disipación<br />

que facilitaba su gran fortuna, y tras haber redactado su respuesta, se sintió en parte más tranquila.<br />

En <strong>los</strong> primeros días <strong>de</strong> su aflicción fue visitada por monsieur Barreaux, que lamentaba sinceramente la pérdida <strong>de</strong> St. Aubert.<br />

—He <strong>de</strong> lamentarme —dijo—, porque nunca volveré a ver su rostro. Si hubiera encontrado un hombre como él en lo que se llama la sociedad, nunca la habría <strong>de</strong>jado.<br />

La admiración <strong>de</strong> monsieur Barreaux por su padre afectaba a Emily, cuyo corazón encontró casi su primer consuelo al hablar <strong>de</strong> sus padres con un hombre al que apreciaba y que, a pesar <strong>de</strong> su poco<br />

agraciada apariencia, poseía tanta bondad <strong>de</strong> corazón y <strong>de</strong>lica<strong>de</strong>za <strong>de</strong> espíritu.<br />

Pasaron varias semanas en el tranquilo retiro, y el dolor <strong>de</strong> Emily empezó a transformarse en melancolía. Ya podía leer <strong>los</strong> libros que había repasado con su padre; sentarse en su butaca en la biblioteca;<br />

mirar las flores que su mano había plantado; <strong>de</strong>spertar <strong>los</strong> sonidos <strong>de</strong> <strong>los</strong> instrumentos cuyos <strong>de</strong>dos habían tañido, y, a veces, incluso, interpretar alguna <strong>de</strong> sus arias favoritas.<br />

Cuando su mente se había recobrado <strong>de</strong>l primer golpe <strong>de</strong> aflicción, advirtió el peligro <strong>de</strong> caer en la indolencia y comprendió que sólo la actividad podía restablecer su estado anterior, así que <strong>de</strong>cidió<br />

escrupu<strong>los</strong>amente pasar el tiempo con algún trabajo. Y fue entonces cuando comprendió el valor <strong>de</strong> la educación que había recibido <strong>de</strong> St. Aubert, porque al cultivar su entendimiento le había asegurado un<br />

refugio para evitar esa indolencia, sin recurrir a la disipación, y que ricos y variados entretenimientos, in<strong>de</strong>pendientes <strong>de</strong> la sociedad, estaban a su disposición. Pero <strong>los</strong> buenos efectos <strong>de</strong> su educación no se<br />

limitaban a ventajas egoístas, ya que St. Aubert, al haber cultivado todas las cualida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> su corazón, hacía que éste se expandiera benevolente a todo lo que la ro<strong>de</strong>aba, y le enseñó que cuando no podía evitar<br />

las <strong>de</strong>sgracias <strong>de</strong> <strong>los</strong> <strong>de</strong>más, estaba en su mano, al menos, suavizarlas con simpatía y ternura, un sentimiento que le hizo apren<strong>de</strong>r a sufrir con todos <strong>los</strong> que sufren.<br />

Madame Cheron no contestó a la carta <strong>de</strong> Emily, que empezó a tener esperanzas <strong>de</strong> que se le permitiera estar por más tiempo en su retiro, y su mente había recobrado <strong>de</strong> tal modo su fortaleza que se<br />

aventuró a contemplar <strong>de</strong> nuevo las imágenes que con más fuerza le recordaban <strong>los</strong> tiempos pasados. Entre ellas estaba el pabellón <strong>de</strong> pesca y, para concentrarse más en la melancolía <strong>de</strong> la visita, se llevó el<br />

laúd, para po<strong>de</strong>r oír <strong>de</strong> nuevo las melodías que St. Aubert y su madre siempre <strong>de</strong>seaban escuchar. Fue sola, y a esa hora <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> tan propicia para la fantasía y la emoción. La última vez que había estado allí<br />

fue en compañía <strong>de</strong> monsieur y madame St. Aubert, unos días antes <strong>de</strong> que ésta se viera atacada por una fatal enfermedad. Cuando Emily entró <strong>de</strong> nuevo entre <strong>los</strong> árboles que ro<strong>de</strong>aban el edificio, le<br />

<strong>de</strong>spertaron con tal fuerza el recuerdo <strong>de</strong> otros tiempos que su <strong>de</strong>cisión cedió por un momento ante el exceso <strong>de</strong> su dolor. Se <strong>de</strong>tuvo, se apoyó para sostenerse en un árbol y lloró durante algunos minutos antes<br />

<strong>de</strong> que pudiera recobrarse suficientemente para seguir. El pequeño sen<strong>de</strong>ro que conducía al edificio estaba todo cubierto por la hierba y las flores que St. Aubert había plantado cuidadosamente por <strong>los</strong> bor<strong>de</strong>s y<br />

que se habían mezclado con la maleza, el alto cardo, el digital y la ortiga. Se <strong>de</strong>tuvo varias veces para ver aquel lugar <strong>de</strong>solado, silencioso y olvidado. «¡Ah! —exclamó cuando abrió la puerta <strong>de</strong>l pabellón <strong>de</strong><br />

pesca con mano temblorosa—, todo, todo está como la última vez, ¡como lo <strong>de</strong>jaron <strong>los</strong> que nunca volverán!» Se acercó a la ventana que daba al riachuelo, y al inclinarse con <strong>los</strong> ojos fijos en la corriente, no<br />

tardó en per<strong>de</strong>rse en melancólicos recuerdos. El laúd que había traído reposaba olvidado a su lado; el triste silbar <strong>de</strong> la brisa, según movía las copas <strong>de</strong> <strong>los</strong> altos pinos y sus suaves murmul<strong>los</strong> entre <strong>los</strong> sauces,<br />

que inclinaban sus ramas hacia abajo, era una música más <strong>de</strong> acuerdo con sus sentimientos. No hacía vibrar las cuerdas <strong>de</strong> un recuerdo <strong>de</strong>sgraciado, sino que conmovía su corazón como la voz <strong>de</strong> la Piedad.<br />

Continuó sumida en sí misma, sin advertir la oscuridad <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> y <strong>los</strong> últimos rayos <strong>de</strong>l sol que temblaban arriba en las alturas, y así habría continuado probablemente por mucho tiempo si unos pasos<br />

inesperados en el exterior <strong>de</strong>l edificio no la hubieran alarmado, y lo primero que vino a su mente fue la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que estaba <strong>de</strong>sprotegida. Un momento <strong>de</strong>spués la puerta se abrió y entró un <strong>de</strong>sconocido, que se<br />

<strong>de</strong>tuvo al ver a Emily y comenzó <strong>de</strong>spués a pedir disculpas por su intrusión. Pero Emily, al oír su voz, perdió el miedo por una emoción más fuerte; su tono le resultaba familiar y, aunque <strong>de</strong>bido a la oscuridad no<br />

podía distinguir a la persona que hablaba, el parecido era <strong>de</strong>masiado fuerte para rechazarlo.<br />

El hombre insistió en sus disculpas, y Emily dijo algo a modo <strong>de</strong> respuesta cuando el <strong>de</strong>sconocido avanzó emocionado, exclamando:<br />

—¡Dios mío! ¿Es posible que no me equivoque, sois ma<strong>de</strong>moiselle St. Aubert<br />

—Así es —dijo Emily, que confirmó su primera conjetura, porque ya podía distinguir el rostro <strong>de</strong> Valancourt, mucho más animado que <strong>de</strong> costumbre. Mil dolorosos recuerdos cruzaron por su cabeza y el<br />

esfuerzo que hizo para mantenerse en pie sólo sirvió para aumentar su agitación. Valancourt, mientras tanto, tras preguntar ansiosamente por su salud y expresar la esperanza <strong>de</strong> que St. Aubert hubiera<br />

encontrado alguna mejoría con su viaje, supo, por el torrente <strong>de</strong> lágrimas que ella ya no pudo contener, la fatal verdad. La ayudó a sentarse, y lo hizo a su lado, mientras Emily continuaba llorando y Valancourt<br />

sostenía su mano, que ella no había advertido que había cogido hasta que se mojó con sus lágrimas, que el dolor por la pérdida <strong>de</strong> St. Aubert y el verla en aquel estado le producían.<br />

—Me doy cuenta —dijo finalmente— <strong>de</strong> lo inútil <strong>de</strong> intentar consolaros. Sólo puedo sentirlo en vos, porque no puedo dudar <strong>de</strong> la causa <strong>de</strong> vuestras lágrimas. ¡Quiera Dios que me haya confundido!<br />

Emily sólo pudo contestar con sus lágrimas, hasta que se levantó y le rogó que abandonara aquel triste lugar. Valancourt, aunque se dio cuenta <strong>de</strong> su <strong>de</strong>bilidad, no podía indicarle que se <strong>de</strong>tuviera, por lo que<br />

la cogió por el brazo y la ayudó a salir <strong>de</strong>l pabellón. Caminaron silenciosamente entre <strong>los</strong> árboles, Valancourt ansioso por saber cómo y a la vez temiendo preguntar <strong>los</strong> <strong>de</strong>talles relativos a St. Aubert, y Emily<br />

<strong>de</strong>masiado abatida para conversar. Después <strong>de</strong> unos momentos, no obstante, recuperó la suficiente fortaleza para hablar <strong>de</strong> su padre y para darle una breve información <strong>de</strong> cómo había muerto. El rostro <strong>de</strong><br />

Valancourt ponía <strong>de</strong> manifiesto la fuerte emoción que le afectaba, y cuando oyó que St. Aubert había muerto en el camino y que Emily había quedado entre <strong>de</strong>sconocidos, presionó su mano entre las suyas e<br />

involuntariamente exclamó: «¿Por qué no estaba yo allí», pero un momento <strong>de</strong>spués se rehízo, ya que inmediatamente volvió a hablar <strong>de</strong> su padre, hasta que, dándose cuenta <strong>de</strong> que estaba agotada, fue<br />

cambiando poco a poco <strong>de</strong> conversación y habló <strong>de</strong> él mismo. Así Emily supo que, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> que se separaran, él había recorrido durante algún tiempo las playas <strong>de</strong>l Mediterráneo y había vuelto a Gascuña a<br />

través <strong>de</strong> Languedoc, ya que en Gascuña era don<strong>de</strong> había nacido y don<strong>de</strong> residía habitualmente.<br />

Cuando hubo concluido su breve relato guardó silencio, que Emily no estaba en condiciones <strong>de</strong> interrumpir, y así continuaron hasta llegar a la entrada <strong>de</strong>l castillo, don<strong>de</strong> él se <strong>de</strong>tuvo como si supiera que era<br />

el límite <strong>de</strong> su paseo. Le indicó entonces que tenía la intención <strong>de</strong> volver al día siguiente a Estuviere y le pidió permiso para <strong>de</strong>spedirse <strong>de</strong> ella por la mañana. Emily, comprendiendo que no podía rechazar un<br />

gesto normal <strong>de</strong> cortesía sin expresar con ello la expectativa <strong>de</strong> algo más, se limitó a contestar que estaría en casa.<br />

Pasó el resto <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong> llena <strong>de</strong> melancolía, recordando todo lo que había sucedido <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que había visto a Valancourt por primera vez. La escena <strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> su padre se le apareció con tintes tan<br />

frescos como si hubiera sucedido el día anterior. Recordó particularmente el modo solemne y <strong>de</strong>cidido con el que le había pedido que <strong>de</strong>struyera <strong>los</strong> papeles manuscritos y, <strong>de</strong>spertando como <strong>de</strong> un letargo en el<br />

que la hubiera sumido la <strong>de</strong>sesperación, sintió una sacudida al pensar que aún no le había obe<strong>de</strong>cido, y <strong>de</strong>cidió que no pasaría otro día en el que pudiera reprocharse su negligencia.

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