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Un invitado inesperado Shari Lapena

Libro de suspenso completo

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completo. Quedaba una luz encendida en el porche, pero, en su interior, la

única luz venía de la cocina. La luz del horno. Normalmente la dejaban

encendida toda la noche como iluminación para la planta de abajo.

Entró sin hacer ruido, como siempre hacía por esa época. No gritó: «Barbara,

ya estoy en casa», como solía hacer. Como hacía cuando ella seguía

alegrándose de verle. Se quitó el abrigo y lo colgó en el armario de la entrada.

Su primer pensamiento fue que ella ya se habría acostado sin él. Era cierto

que en esa época no estaban demasiado bien juntos. No podía negar que

estaban sufriendo problemas en su matrimonio.

Como tampoco podía negar que su mujer tenía un seguro de vida. No parecía

importar que él ya fuera económicamente solvente. Parece que creyeron que

incluso los que gozan de una seguridad económica eran siempre codiciosos.

Habían ido contra él. Estaba estupefacto. Él tenía un seguro por la misma

cantidad, pero esto tampoco importó. Pensaban que un seguro de vida por

valor de un millón de dólares era excesivo.

Se había sentado en la sala de estar, agotado. Los juicios le dejaban sin

fuerzas. Se había quedado allí sentado un rato, pensando en cómo había ido

todo en el juzgado ese día, en cómo iría al día siguiente y, después, pensando

en su vida, en lo mal que estaban las cosas con Barbara. Se encontraba

demasiado exhausto como para levantarse siquiera y entrar en la cocina para

servirse una copa. Lo cual, tal y como se demostró después, jugó en su contra.

Pero, al final, se puso en pie y atravesó la sala de estar y el comedor a oscuras

hacia la cocina. Cuando casi había llegado, los pelillos de la nuca se le

empezaron a erizar. Aún no sabe por qué. Sospecha que pudo oler la sangre,

de alguna manera, aunque no fuera consciente de ello. Entonces, llegó a la

puerta de la cocina y la vio…

Estaba desplomada en el suelo de la cocina con su camisón, parecía como si

la hubiesen golpeado mientras se estaba preparando un té de hierbas. Había

una taza en la encimera, un paquete de té abierto a su lado. Pero ella estaba

en el suelo, empapada en su propia sangre. La habían matado a golpes. La

cabeza aplastada, la cara aporreada hasta convertirla en papilla. Tenía un

brazo arqueado por debajo del cuerpo, claramente roto.

En medio de su horror paralizante, uno de sus primeros pensamientos fue

preguntarse si habría sufrido. Si el primer golpe la había pillado por sorpresa

y si había sido ese el que la había matado. Pero conocía a Barbara y supuso

que se había resistido con uñas y dientes. Había sangre por todas partes.

Claro que se había resistido. Barbara no había sido nunca sumisa. Sí que le

habían roto el brazo. Y, por lo que le contaron después, también le habían

roto la columna. La habían matado a patadas. Ese fue otro motivo por el que

sospecharon de él. Parecía un crimen pasional. Pero quizá simplemente

quisieron que lo pareciera. Eso fue lo que David pensó en aquel momento.

Alguien había tratado de tenderle una trampa.

—La mayor parte de lo que ha dicho es verdad. Yo estuve trabajando esa

noche hasta tarde. Cuando llegué, la casa estaba a oscuras. Supuse que

Barbara, mi mujer, se había acostado ya. —Respira hondo y exhala—. No

estábamos bien. Habíamos hablado de separarnos. No era ningún secreto.

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