Un invitado inesperado Shari Lapena
Libro de suspenso completo
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A nivel económico, un divorcio sería la ruina para los dos. Ambos lo saben.
Aterrada, piensa que si él se quiere marchar es porque debe de ser
terriblemente infeliz.
«Quizá sea demasiado tarde». Se siente como una estúpida por no haber visto
esto antes, por no saber lo que él pensaba. Todo esto atraviesa su mente con
un destello mientras sigue allí de pie, expuesta con su caro picardías,
sintiendo que la piel del torso y los brazos se le eriza. Avergonzada delante de
su marido, cruza los brazos sobre sus pechos, que le sobresalen por encima
del camisón de una forma que ahora le parece indecorosa. Puede que él haya
terminado con ella. Sus pensamientos van a toda velocidad como un tren que
huye en dirección a la catástrofe. Desearía poder tener su gruesa bata de
felpa para taparse, pero está demasiado aturdida como para moverse. Se
hunde en la cama y respira hondo y de forma entrecortada antes de hablar.
—¿Qué quieres decir? —pregunta.
Él suspira y responde con tono apesadumbrado:
—Beverly, llevamos mucho tiempo sin ser felices.
Ella no sabe cómo responder a eso. Por supuesto que no son felices. Sus
amigos —con grandes hipotecas, trabajos absorbentes, hijos adolescentes
problemáticos y padres ancianos— tampoco son felices. Es imposible en esta
etapa de la vida, con todas las obligaciones y tensiones a las que se tienen
que enfrentar. Él está siendo muy infantil, piensa ella mientras le vuelve a
mirar con incredulidad. Probablemente esté teniendo alguna crisis de la
mediana edad, como un niño mimado que quiere ser feliz a todas horas, que
no entiende que no siempre se puede ser feliz. La vida no funciona así. Henry
no puede ser uno de esos hombres que un día se dan cuenta de que son
desdichados y deciden tirarlo todo por la borda para hacer lo que quieran. Es
imposible. Ella no puede dejarlo todo a un lado para hacer lo que quiera y así
poder ser feliz. Las mujeres no hacen esas estupideces. La sociedad no se lo
permite. Pero los hombres lo hacen siempre. Siente cómo el corazón se le va
llenando de rencor, no solo hacia él, sino hacia el mundo entero. Se siente
desamparada, más desamparada que él. Ella nunca ha sido tan egoísta, ni
tampoco ha tenido tiempo para ello, como para preguntarse qué le haría feliz.
Se queda sentada mirándole, pensando en lo cerca que está de perderlo todo.
Pero puede que no sea demasiado tarde. Si él simplemente dijera que ha
hablado de forma apresurada, que por supuesto que la quiere y que desea que
lo suyo funcione, que todo se ha vuelto en contra de ellos, que sabe que ha
sido difícil para los dos, que de algún modo tienen que ayudarse el uno al
otro, esforzarse más para ser felices juntos…, entonces, está segura de que
podrían volver a quererse. No está dispuesta a rendirse. Aún no. Pero espera
y él no dice nada.
—¿Qué quieres decir con lo de que no eres feliz? —pregunta ella por fin. Su
tono es contenido, pero lo que desea es darle un azote como si fuese un niño
que hace pucheros. Así es como ella lo ve ahora mismo, como un niño egoísta,
y desea poder enmendarle la plana igual que hacía con sus hijos antes de que
se convirtieran en unos adolescentes caprichosos y rebeldes. Como él sigue