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EL LOCO<br />

do en el círculo encantado del rebelde, ante cuyo<br />

ultraje, —el desprecio, si no la soberbia de su crítica<br />

demoledora,— vemos temblar y caer todos los ídolos,<br />

todas los renombres y todas las sabidurías, desde las que<br />

se ostentan impávidas en las avenidas públicas o<br />

particulares, o en sorbonas, catacumbas y basílicas, hasta<br />

las que vagan informes en el recuerdo.<br />

……………………………………………………......<br />

Luego en los ajetreos inútiles y desesperados<br />

por el pan de cada día, la maldita bendición de Dios, en<br />

un tiempo indefinido, al mediar la noche me supe caer<br />

prendido, en ayunas, pero limpia aun la soberbia de mi<br />

altivez; y en esas vaguedades de tumultos infinitos en los<br />

desvanecimientos vi cómo, cansado ya en el decurso de los<br />

tiempos y no sé debido a qué circunstancias, fui<br />

burgués.<br />

En mi solariega casona vivía mi trinidad: Yo, el<br />

Burgués; Yo, el Proletario y Yo, el Crítico. Lo malo era<br />

que no podíamos separarnos y tampoco hablarnos, porque<br />

había en nosotros tal odio reconcentrado y silencioso, que<br />

hasta impedía cruzarnos la mirada, y sin embargo debíamos<br />

estar juntos: andar, comer, dormir. Horroroso.<br />

El Burgués era licencioso, ignorante y hablador,<br />

irritantemente posesionado de su autoritarismo; contrariamente<br />

el Proletario era sufrido, estudioso y taciturno,<br />

desconfiado aun de sí mismo a fuerza de amargas experiencias;<br />

en cambio el Crítico tan pronto parecía estar irónico,<br />

risueño y grave, como ya alegre, sereno o triste, según<br />

las reflexiones que le suscitaba cada estado<br />

espiritual de la lucha sin tregua entre Proletario y<br />

Burgués. A éste en la mesa la comida se le volvía hiél,<br />

por el plato que le daba al Proletario, enrojeciendo de<br />

rabia le lanzaba en silencio mil maldiciones: quería que<br />

se atragante y al mismo tiempo ansiaba arrojarle en la<br />

cara las viandas, con toda la brutalidad del avaro; a ratos<br />

se le ocurría arrebatarlo con las uñas el pan de la boca y<br />

echarlo después a la calle, pero tenía miedo, porque no<br />

sabía nada y acaso si ni siquiera pensar, mas tenía clara<br />

conciencia de que ante su oro el mundo disimularía<br />

amablemente su imbecilidad.<br />

— 1451—

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