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muchas ganas de invocar a Astrain y de conversar un poco sobre eso, pero
nunca había hecho la invocación durante la mañana y no sabía si daría
resultado. Desistí de la idea.
Acabamos nuestros cafés y recomenzamos la caminata. Cruzamos una
casa medieval con su blasón, las ruinas de una antigua posada de peregrinos
y un parque provinciano en los límites del poblado. Cuando me preparaba
para volver al campo, sentí una presencia fuerte a mi lado izquierdo. Seguí
de frente, pero Petrus me detuvo:
—No sirve de nada correr —dijo—. Detente y enfrenta la situación.
Quise zafarme de Petrus y continuar. El sentimiento era desagradable,
como una especie de cólico abdominal. Por algunos instantes quise creer
que era por el pan con aceite, pero ya lo había sentido antes y era inútil
engañarme: tensión, tensión y miedo.
—¡Mira atrás! —la voz de Petrus tenía un tono de urgencia—. ¡Mira
antes de que sea tarde!
Volteé bruscamente: a mi izquierda estaba una casita abandonada; la
vegetación, quemada por el sol, la había invadido por dentro. Un olivo
elevaba sus ramas retorcidas al cielo y, entre el olivo y la casa, mirándome
fijamente, estaba un perro. Un perro negro, el mismo que había expulsado
de la casa de la mujer días atrás.
Perdí la noción de la presencia de Petrus y miré fijamente los ojos del
animal. Algo dentro de mí —tal vez la voz de Astrain o de mi ángel de la
guarda— me decía que si desviaba los ojos el animal me atacaría.
Nos quedamos así, mirándonos mutuamente, durante minutos
interminables. Sentía que, después de haber experimentado toda la grandeza
del Amor que Devora, de nuevo estaba ante las amenazas diarias y
constantes de la existencia. Pensé por qué el animal me habría seguido hasta
tan lejos y finalmente qué quería, porque yo era un peregrino en busca de
una espada y no tenía ganas ni paciencia para entrar en conflicto con
personas o animales por el camino.
Traté de decir todo esto con los ojos —recordando a los monjes del
convento, que se comunicaban con la vista—, pero el perro no se movía.