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volverse dolorosa, insoportable. Cuando no aguante más, grite y abra
los ojos.
Repita este ejercicio siete días seguidos, siempre a la misma hora.
—Hazlo ahora por primera vez —dijo.
Apoyé la cabeza entre las rodillas, respiré hondo y comencé a relajarme.
Mi cuerpo obedeció con docilidad tal vez porque habíamos andado mucho
durante el día y debía de estar exhausto. Comencé a escuchar el ruido de la
tierra, un ruido sordo, ronco, y poco a poco fui transformándome en
semilla.
No pensaba. Todo era oscuro y estaba adormecido en el fondo de la
tierra. De repente algo me movió. Era una parte de mí, una minúscula parte
de mí requería despertarme, decía que debía salir de allí porque había otra
cosa «allá arriba». Pensaba dormir y esta parte insistía. Comenzó por mover
mis dedos y mis dedos fueron moviendo mis brazos, pero no eran dedos ni
brazos, sino un pequeño brote que luchaba por vencer la fuerza de la tierra y
caminar con dirección a ese «algo de allá arriba». Sentí que el cuerpo
comenzó a seguir el movimiento de los brazos. Cada segundo parecía una
eternidad, pero la semilla tenía algo «allá encima» y necesitaba nacer,
necesitaba saber qué era. Con una inmensa dificultad la cabeza, luego el
cuerpo, comenzaron a levantarse. Todo era demasiado lento y necesitaba
luchar contra la fuerza que me empujaba hacia abajo, con dirección al fondo
de la tierra, donde antes estaba tranquilo y durmiendo mi sueño eterno. Pero
fui venciendo, venciendo, y finalmente rompí algo y ya estaba erguido. La
fuerza que me empujaba hacia abajo cesó de pronto. Había perforado la
tierra y estaba cercado por ese «algo de allá arriba».
Ese «algo de allá arriba» era el campo. Sentí el calor del sol, el zumbido
de los mosquitos, el canto de un río que corría a lo lejos. Me incorporé
despacio, con los ojos cerrados y todo el tiempo pensaba que perdería el
equilibrio y volvería a la tierra, pero mientras continuaba creciendo. Mis
brazos fueron abriéndose y mi cuerpo estirándose. Allí estaba yo,